El general Prim en la guerra de África, obra de Francisco Sans Cabot. La figura de Prim en la guerra de África llegó a ser imagen tópica del reinado de Isabel II. En La corte de los milagros escribió Ramón Valle-Inclán «El General Prim caracoleaba en su caballo de naipes en todos los baratillos de estampas litográficas. Teatral Santiago Matamoros, atropella infieles tremolando la jaleada enseña de Castillejos: —¡Soldados, viva la Reina!». wikipedia |
O caja o faja: vida y muerte de Juan Prim
Durante la parte central del convulso siglo XIX español sonó repetidamente el nombre de Juan Prim como uno de los espadones principales del reino. Cabalgó hábilmente sobre la podredumbre del reinado de Isabel II, hasta que ésta, siguiendo la tradición borbónica de los dos últimos siglos, abandonó el país. Esta coyuntura de inestabilidad política le precipitó hasta la presidencia del gobierno, cargo que le supuso enemigos suficientes para que un atentado le llevara a la tumba.
Juan Prim (1814-1870) fue todo lo que un burgués podía llegar a ser en el siglo XIX. Su vida, solo entendible en las décadas centrales de esa centuria narrada por Stendhal y Víctor Hugo, fue una galopada tras otra. El escenario, irrepetible, lo puso el paso final de la transición del feudalismo al capitalismo, caracterizada por los cambios político-jurídicos acelerados, la apertura de los horizontes ideológicos y la expansión imperialista de la modernidad europea por el mundo. Mientras cabalgó vivo por las tierras de España y de América, Prim se convirtió en un mito, la viva imagen de la impetuosidad y del arrojo, inmortalizada en esa estampita que lo retrataba en la batalla de Castillejos caracoleando sobre las cabilas marroquíes. Hombre decidido y con frecuencia brutal, Prim fue el epítome romántico de la España de los espadones, la del reinado de Isabel II y todos esos generalotes que ascendieron al poder y a la nobleza mediante la guerra contra el carlismo, las conspiraciones y los golpes de Estado o pronunciamientos militares.
Destetado con las leyendas de Riego y de Torrijos, Prim entendió España desde el liberalismo de un Ejército aquejado de macrocefalia y de aventurerismo político. Porque, en ausencia de instituciones respetadas y de partidos propiamente dichos, el sable fue el principal protagonista y árbitro del proceso que transformó el reino absoluto de Fernando VII en un reino liberal (1808-1874). En esta transición jalonada de idas y venidas, el poder se reveló como pura fuerza bruta, y el devenir de los acontecimientos, como una correlación de fuerzas entre los propietarios y los que apenas se poseían a sí mismos. Así las cosas, los sables decidieron gobiernos y redactaron constituciones, sostuvieron reyes y forzaron exilios, hasta que, en 1874, una vez pasado el susto republicano y federalista de la I República, todas las burguesías del reino acordaron no volver a intentar derribarse entre ellas y pactaron la restauración borbónica. La revolución, en otras palabras, se dio por liquidada. El susto democrático y cantonalista de 1873 había sido tan serio como un infarto al corazón de la propiedad y del reino. Las querellas entre las burguesías, que las hubo, se debían llevar, y se llevaron, de hecho, de otra manera.
Pero hasta entonces, Prim, como la clase en la que se reconocía, entendió España como una nueva tierra de conquista, y el mundo, como un lugar abierto a la aventura, al talento y al mérito, según rezaba el liberalismo. Soldado, oficial, héroe, villano, general, conspirador, golpista, gobernador, matarife, diputado, ministro de la Guerra y, finalmente, presidente del Consejo de Ministros. Prim lo fue todo, pero principalmente fue un jugador a todo o nada, o, como él dijo en varias ocasiones, a caja (de pino) o faja (de general). En sus cabalgadas ganó honores y medallas y fue nombrado vizconde, conde y marqués por la reina. Apenas le cabían los títulos en la cartera y las cruces y bandas en la casaca.
Conseguido todo lo que podía ambicionar, incluso alguna fortuna que perdió en sus apuestas políticas, Prim dirigió un gobierno que puso a Isabel II, la Reina Castiza y la de los Tristes Destinos, en la frontera. Horripilado por la idea de constituir España como una república, fue el principal valedor de la llegada de Amadeo de Saboya a la Corte madrileña, un nido de víboras y de gorrones, de piratas de la maltrecha Hacienda y de estatuas de hombres supuestamente ilustres. De ahí, tres días después de sufrir un atentado en la oscuridad de la calle del Turco, Prim se fue al cielo momificado y vacío de los padres de la patria, ese en el que solo se recuerda a quienes van a caballo sableando a las masas desarmadas. Su muerte, el primero de los cinco magnicidios que han sufrido los presidentes del gobierno en el ejercicio de su cargo, enterró las oportunidades de Amadeo I, y, a falta de la retirada del general Serrano, puso el broche final a la España de los espadones.
Finalmente, las especulaciones contrafactuales sobre qué hubiese sucedido en el reino de haber seguido Prim con vida son entretenidas, pero estériles. ¿Hubiese reinado Alfonso XII? ¿Hubiese habido una I República? Debido al peso que tenían los sables es tentador pensar que todo hubiese sido diferente, pero la perspectiva histórica, que, cierta y equivocadamente, tiende a ver lo pasado como algo inevitable, nos debe resituar la mirada en otro lado.
Regresados los borbones a finales de 1874, el Ejército siguió teniendo en la Restauración un protagonismo desorbitado para cualquier régimen constitucional que se preciase de serlo, pero ya no fue el protagonista de un folletín de cabalgadas y cuartelazos1. Fue, eso sí, el brazo armado y furibundo de un régimen que declaró incontables estados de sitio, pero no es menos cierto que el cuerpo armado había cambiado conforme lo habían hecho las burguesías a las que servía, y lo mismo puede decirse del propio Estado que ellas habían construido y sin el que no hubieran podido amasar las fortunas que amasaron. El romanticismo, dicho en otras palabras, hacía tiempo que había muerto cuando a Prim le asaltó la oscuridad en forma de trabucazo. De hecho, en la Europa posterior a la Comuna de París (1871), que aterrorizó a todas las buenas familias burguesas del continente, aventureros como Prim, que habían hecho de su vida una forma de asalto a la fama y la fortuna, hubiesen sido un jarrón chino difícil de colocar y todavía más complicado de guardar. Las décadas que siguieron a esta conmoción no podían vivirse como una novela de Stendhal, y, ciertamente, no se narraron de esta manera. Todo había cambiado en el continente, y el paso plomizo y notarial de la Restauración canovista se encargó de certificarlo. El tiempo de la conspiración y de la aventura, de Prim, en suma, había pasado, y la muerte le privó de verse en semejante trance, y delante de tan mal trago, como se vio el mucho más cínico general Serrano.
La forja
Prim nació en 1814 en Reus, en ese momento una de las principales ciudades de Cataluña. Reus ejercía de capital comercial dedicada a gestionar las transacciones del campo circundante. Su burguesía adquirió pronto una cultura política liberal y desarrolló una incipiente industria textil, que necesitaba la destrucción jurídica del feudalismo para expandir su fuerza productiva. Para ello tuvo que hacer frente a un agro que se pintó con la tonalidad cetrina del carlismo en su defensa de los derechos consuetudinarios, a los que el liberalismo pretendía privatizar o eliminar como reliquias de una era pasada.
El padre de Prim, notario de la localidad, combatió contra el francés en la guerra de la Independencia (1808-1814) y en las primeras horas de la gran guerra carlista (1833-1839). El joven Juan heredó de su padre el gusto por la jerarquía obtenida en la batalla de la vida y la pasión por el orden legal de las cosas. Su propia participación en la guerra dinástica contra los partidarios de Carlos María Isidro, en la que entró con apenas 18 años, consolidó esta herencia ideológica y su fidelidad a los valores liberales de la propiedad privada y del Ejército como expresión de la nación en armas. En la guerra entró como voluntario y salió lleno de cruces y medallas, de honores y cargos. De soldado raso ascendió a coronel, y de desconocido, a leyenda. Al terminar el conflicto con el abrazo de Vergara, su ideario, más bien escaso, estaba forjado y expectante de un futuro prometedor, pero temió no ser reconocido como él pensaba que merecía, y por ello se acercó a la máxima luminaria del partido progresista, el general y regente, conde de Luchana y duque de la Victoria, Baldomero Espartero2.
O caja o faja
Su amistad con el difícil y áspero jefe de Estado duró poco. La defensa del librecambio, que perjudicaba al textil catalán, y el bombardeo de Barcelona ordenados por Espartero pusieron la relación en solfa. Poco dado a aceptar las críticas en un tiempo en el que todo se jugaba a caja o faja, Espartero se revolvió de un manotazo y lanzó a Prim al rincón de las conspiraciones moderadas. Allí se encontró el león de Reus con los espadones conservadores de Ramón María de Narváez y de Leopoldo O´Donnell, quienes, en connivencia con la reina madre y antigua regente, María Cristina, apostaron a vida o muerte contra el duque de la Victoria.
Con Narváez desembarcado en Valencia para recoger el mérito y redactar al gusto moderado la Gaceta de Madrid3, Prim temió perder el tren del generalato y el derecho a pisar la alfombra de palacio. De Reus le llegaron al regente las noticias del pronunciamiento de aquel joven oficial que tanto le había admirado cuando sus medallas brillaban con fuerza. El círculo de Espartero lo defendió con leyes marciales y mucho cañoneo, pero finalmente salió al exilio dejando un buen reguero de cadáveres por el camino. Como los pronunciamientos los cargaba el diablo, varias ciudades, con Barcelona a la cabeza, volvieron por donde venían viniendo desde 1808, es decir, por la constitución de juntas de gobierno autónomas y democráticas. Las clases propietarias se asustaron, escondieron las vajillas y pidieron la ayuda de los sables, moderados o progresistas. Prim, solícito, se ofreció a tomar Cataluña por las armas y a fusilar a quien hiciese falta.
La Barcelona popular se resistió como pudo, pero al cabo de un mes entregó a sus hijos al conquistador de Reus. Prim machacó la resistencia de la Ciudad Condal en nombre de la reina y en contra de la democracia, pues no había peor gobierno, sostuvo, que el incapaz de respetar la libertad de la propiedad privada. Pacificado todo el Levante bajo un mismo sable, la recompensa le llegó con el fajín de general y el título de un condado, el de su ciudad natal. La gloria comenzaba a darle lo que era suyo.
En el calor de la noche
Su luna de miel con sus comilitones de conspiración tampoco duró mucho. Nada más instalarse Narváez y su tropa en la Corte, el partido progresista y Prim se vieron alejados de los despachos donde se decidía la suerte de las fortunas, y, la bolsa obligaba, pasaron a la ofensiva. Como Prim no se escondía ni de las balas ni de los espías, fue cogido en flagrante delito de estar preparando un pronunciamiento. Desterrado y recluido en Écija, se fugó al extranjero, donde siguió soñando cabalgadas y tramando cuartelazos o derribos de gobierno, hasta que Narváez dejó paso a otro figurón de los moderados y a Prim le vino a ver la fortuna con su nombramiento de gobernador de Puerto Rico (1847-1848).
Marcharse al Caribe, tan lejos de la Corte, no era lo debido ni lo esperado, pero las perspectivas económicas del caramelo no le amargaron. Prim arribó a la colonia sin un real en el bolsillo, por lo que se dispuso a hacer de la isla su propio reino. Durante su gobierno tuvo que hacer frente al peligro de contagio que amenazaba con extender la rebelión de esclavos de la Martinica hasta Cuba y Puerto Rico. Para atajar de raíz el problema, Prim apretó las leyes de la esclavitud y las hizo cumplir a sangre y fuego. Tan fuerte arremetió contra las tentativas cimarronas de los esclavos que se imaginó como un virrey de lo siglos pasados. Convertido en el Cid campeador de los plantadores criollos, mandó soldados a la colonia danesa de Saint Croix para reprimir otra rebelión de esclavos. Las tropas españolas mataron mucho en este enclave escandinavo en el mar Caribe, y, en reconocimiento por sus servicios, la corona danesa le puso en el pecho una nueva medalla. Ya no solo era un héroe en España; también lucía honores en otras latitudes y de otras coronas. Pero como los buenos tiempos no duran mucho antes de que llegue la tormenta, el gobierno volvió a cambiar de manos y le forzó a abandonar la isla, no sin antes masacrar una tímida rebelión de esclavos en unas plantaciones en las que hizo fusilar a más de cuarenta personas. Todo por el bien de la propiedad, la civilización y el imperio.
La gloria
En 1854, la década del monopolio moderado del gobierno terminó cuando comenzó el llamado bienio progresista. Una farsa de pronunciamiento a cargo de O´Donnell, que, a pesar de su conservadurismo, no consideraba que se le habían dado las suficientes prebendas como para estarse quieto durante la década moderada, fue aprovechado por los progresistas para incendiar las calles y sentarse en el Consejo de Ministros. El cuartelazo le cogió a Prim desprevenido, estando de observador en la guerra de Crimea. Temeroso de verse en ninguna parte, regresó el león de Reus a toda velocidad para meter la cabeza donde se decidían los destinos de las fortunas y del reino. Espartero volvió de su retiro y se las compuso con O´Donnell para gobernar durante dos años y sacar adelante otro hito de la transición del feudalismo al capitalismo, la desamortización de los bienes de propios y baldíos. Pero ni el duque de la Victoria ni el propio O´Donnell le dieron una silla a Prim en el Consejo de Ministros. Empitonado por el torbellino de la historia, el general no sacó nada de estos dos años. Arrepentido, se prometió a sí mismo no perder otra vez el ferrocarril de las grandes glorias.
Pasado el bienio, Prim dejó temporalmente el progresismo y se integró en la banda de espadones, piratas y chupatintas que O´Donnell formó bajo el nombre de Unión Liberal. Unidos sin más motivos que el disfrute de la Gaceta de Madrid, los miembros de este partido reformaron la capacidad militar del régimen y se lanzaron a una campaña de prestigio y rapiña en Marruecos y en la costa sudamericana del Pacífico. En 1859-1860, O´Donnell convirtió un pequeño incidente diplomático en el Atlas africano en un casus belli en toda regla. Negándose a aceptar las disculpas del sultán marroquí, el gobierno vio una oportunidad para desviar la atención de los graves problemas internos que era incapaz de resolver. El reino ardió en un grito de venganza y de racismo, tan imperialista como decimonónico. Viendo su oportunidad brillar en el cielo de los hombres ilustres, Prim cabalgó para atraparla al vuelo. La artillería arrasó la tierra y puso al sultán de rodillas. El león de Reus hizo caracolear su caballo en Castillejos menos de lo que se piensa, pero obtuvo una victoria inapelable y un marquesado. O´Donnell, en Tetuán, hizo lo propio con su ducado. Entonces, los próceres hispanos sacaron músculo ante el enemigo caído y, antes de que el sultán pudiera pedir ayuda a nadie, le forzaron a renunciar a sus pretensiones sobre Ceuta, Melilla, Ifni y Chafarinas, y, ya puestos, a pagarle a España cientos de millones de reales en calidad de reparaciones de guerra. El siglo, definitivamente, soplaba a favor de las máquinas y de Europa.
Pintado como un Santiago matamoros, Prim buscó la fama y la fortuna para intentar el asalto a la presidencia. Sabía de sobra que ningún progresista podría llegar al gobierno por la vía pacífica, pues ni la reina Isabel ni su Corte de los Milagros se habrían avenido a ello. En 1862, la invasión de México por las potencias europeas, organizada para obligarle al presidente Benito Juárez a pagar la deuda externa, le dio otra oportunidad al marqués de los Castillejos. La voz cantante de la operación la llevaba Francia, que tenía sus propios motivos ocultos en la intención de Napoleón III de instalar allí a Maximiliano I, un títere del emperador galo. O´Donnell, con su característica visión estratégica de topo, se ofreció como cobrador del frac y ariete de Francia, tal y como ya había hecho en la Cochinchina. Tomado Veracruz sin su concurso, Prim temió verse tan fuera de juego como en 1854. Al final, sin embargo, fue la terca insistencia de O´Donnell en dejar hacer a los franceses según su gusto lo que le llevó a regresar repentinamente a España para conspirar contra el propio presidente. El momento de abandonar la Unión Liberal y volver al progresismo había llegado. De nuevo, o caja o faja.
El fin del reinado de Isabel II
En el progresismo, en cambio, no le recibieron con los brazos abiertos. Hubo reproches y desconfianzas, pero entre tahúres se sabe que todo el mundo juega con las cartas marcadas. O´Donnell dejó el gobierno en manos de Narváez, otro viejo enemigo del marqués de los Castillejos. Ante la terquedad de la Reina Castiza, el progresismo se retiró del juego electoral y lo denunció, qué escándalo, como una farsa. Prim, por su parte, se dedicó a lo suyo, es decir, a la trama y al pronunciamiento. Sus intentonas, sin embargo, no cuajaron. Solo quedaba jugar la carta del pueblo, lo que significaba contar con el partido demócrata y con los sectores republicanos. Ni el progresismo ni Prim, hechos a la política de pasillo y de alfombra, de cuchicheo y de bando militar al alba, querían arriesgarse a jugarse la bolsa y la vida en la política callejera, pero la historia, indiferente a sus deseos, no les iba a dar otras cartas.
En 1866, la economía del reino se precipitó al vacío. La cascada de quiebras, provocada por el estallido de la burbuja de los ferrocarriles, dejó la Bolsa sumida en el abismo. Detenidos los trenes, en los que tanto se había fiado, los hornos se apagaron. El Estado, accionista de y avalista de las sociedades ferroviarias, se quedó con una montaña de pagarés imposibles de cobrar. La ruina provocó un sarpullido de desempleo y puso el reino en ebullición revolucionaria. Podrido de corrupción y de latifundio, el régimen echó mano de O´Donnell de nuevo, que volvió carcomido por una enfermedad que habría de llevárselo poco después al mausoleo. El duque de Tetuán intentó una renovación del Estado a la inglesa, pero los progresistas no pasaron por el aro. Impaciente, Prim se pronunció militarmente en Villarejo de Salvanés con la exigencia de cambiar de gobierno y repetir otro bienio progresista. Pero si lo de 1854 fue una farsa, sus tres voces en el desierto no llegaron ni a teatro de marionetas. Renegando de la chusma, el héroe de Reus se retiró con los progresistas a la espera de cabalgar el cambio de una dinastía a otra.
En junio de ese mismo año, una sublevación en el cuartel de San Gil contra el gobierno fue reprimida a balazos. Hasta 66 sargentos y soldados fueron fusilados. Para la reina, sin embargo, no fueron suficientes, y, de hecho, no le perdonó a O´Donnell que fuese tan blando en el ejercicio de su cargo. Esta masacre le estropeó al viejo general el retiro y el legado, y arrojó a los de la Unión Liberal en el bando de los que ya apostaban por el cambio de monarca. Los cuervos arreciaron y los candidatos alternativos empezaron a financiar el golpe definitivo. Uno de ellos fue el duque de Montpensier, cuñado de Isabel II, que ya se veía ciñéndose la corona y rigiendo los destinos de España. Sabedor de lo que se cocía, el gobierno lo mandó al exilio sumiendo a las hermanas en un drama muy borbónico.
Entonces la trama se desarrolló como siempre. Un militar con vocación de redentor de España, en conspiración con otros tantos, se pronunció en Cádiz, tierra de prohombres, vino y militares. Viva España con honra, gritó el almirante Juan Bautista Topete. Viva, repitió Prim con la vista puesta en la presidencia.
El gobierno de la reina, dirigido por el cerril Luis González Bravo, respondió con metralla en la calle y dejando el poder en manos de un Ejército dividido. Veinte mil hombres uniformados se encontraron en Alcolea, y, entre vivas a España, se cañonearon con ahínco, primero, y con desgana, más tarde. Mil muertos quedaron humeando en el campo. Isabel II, abandonada por todos los que le debían la fama y la fortuna, partió para no volver nunca. Había dejado de ser útil y su defensa podía conllevar la ruina. Los Borbones, sentenció entonces Prim, no volverían a reinar jamás.
En la cumbre
Extraído el tapón de la bañera, la sociedad española se fue por el desagüe democrático que las clases propietarias temían. Los generales Prim y Serrano, los dos espadones del Gobierno Provisional, se dispusieron a desarmar al pueblo, que se había organizado en juntas y en milicias, y pasaron a buscar una Constitución y un rey para España. Ambos se miraban de reojo, sabedores de que un paso en falso de uno era una oportunidad dorada para el otro. Mantener el orden y el imperio eran una y la misma cosa. Para ello, Serrano se quedó con la presidencia; Prim, con el ministerio de la Guerra. La revolución, dijeron, ya se había hecho; ahora se trataba de devolver al genio, o al demonio, a la lámpara. Y así lo plasmaron en la Constitución y en la forma monárquica del Estado. Tuvieron que aceptar el sapo del sufragio universal, pero manejando las urnas desde el ministerio de la Gobernación consiguieron una buena mayoría parlamentaria. Puesta en marcha la carta magna, Prim se movió rápido y neutralizó a Serrano haciéndolo nombrar regente, un cargo acorde con la imagen que éste tenía de sí mismo, pero sin ningún poder efectivo. La presidencia, tres décadas después de buscarla, caía finalmente en sus manos.
La muerte del héroe
Ostentando los dos cargos más importantes del Consejo, Prim se mantuvo como el hombre más fuerte del reino. Desde su puesto fue ofreciendo la corona a toda Europa menos a Montpensier, a quien temía por ser socio de parrandas y pelotazos del general Serrano. Por si fuera poco, el de Orleans le había saltado la tapa de los sesos a un pobre diablo en un duelo, y eso, a ojos de cualquiera, le invalidaba para el cargo. Despachado el financista de la revolución “gloriosa”, brotaron candidatos fugaces y estrafalarios, desde Baldomero Espartero al hijo de la de los Tristes Destinos, al que Prim negó tres veces diciendo “jamás, jamás, jamás”. Nadie en las cortes europeas quiso el trago cazallero de reinar sobre el volcán hispano, hasta que el hijo segundo de Víctor Manuel II, Amadeo, aceptó la oferta de Prim, siempre y cuando una buena mayoría estuviese de acuerdo.
Hombre prudente en sus gestos y moderado –para lo que se estaba acostumbrado– en sus apetitos, sin querencias milagreras conocidas y ajeno a la pasión por el latrocinio de Isabel II y de su madre María Cristina, Amadeo fue defendido por el de Reus con una vehemencia inusitada, sabedor de que, al otro lado de su fracaso, se abría el abismo de la república. Las Cortes, sin embargo, lo eligieron con desgana, y Amadeo llegó a España sin pena ni gloria. La revolución, detenida por la fuerza de las armas y por la Constitución del año anterior, aguardaba su momento para incendiar el reino de nuevo. Entonces, los miedos de los terratenientes caribeños, el resentimiento de un pretendiente burlado –Montpensier– y la ambición del regente dijeron las palabras oscuras oportunas que derriban a los héroes de sus caballos.
El 27 de diciembre, en una tarde nevada de frío blanco, el presidente del Consejo fue asaltado en la calle del Turco. Un grupo de enmascarados le tendieron una emboscada y le descerrajaron una ensalada de tiros. Uno de los trabucazos le mordió la mano, le reventó el hombro y le picó la cara con plomo. Aunque entró por su propio pie en sus aposentos, agonizó de sepsis durante tres días, en medio de delirios y de espanto. Se le oyó decir que no sabía quién lo había ordenado, pero que, a él, Juan Prim, no lo mataban los republicanos. Amadeo de Saboya, que acababa de entrar en el reino, se quedó tieso cuando le dieron la noticia. Sabía que con la muerte del general moría su única defensa. Imaginó por un instante a Prim en la cama, muerto, y no dijo nada. En silencio, el rey se retiró a rezar por el alma del finado. Nadie, sin embargo, logró escuchar lo que le pidió al cielo de los próceres de la patria, que entonces, como ahora, sigue estando vacío.■
1-Debemos insistir en que la Restauración (1874-1923), al igual que el reinado de Isabel II (1833-1868), fueron regímenes liberales, pero no democráticos. De ninguna manera deben confundirse los dos conceptos, como tan torticeramente tienden a realizar cierta historia académica y, especialmente, cierto tipo de prensa.
2-Los partidos moderado y progresista no eran propiamente tales, sino agrupaciones, o bandas, mejor dicho, de notables, abogados, espadones, caciques y clientes.
3-Así se llamaba lo que hoy es el Boletín Oficial del Estado.
Bibliografía
Anguera, Pere, El general Prim: biografía de un conspirador, Barcelona, Edhasa, 2003.
Pérez Galdós, Benito, Prim, Madrid, Alianza Editorial, 2007.
Bibliografía
Anguera, Pere, El general Prim: biografía de un conspirador, Barcelona, Edhasa, 2003.
Pérez Galdós, Benito, Prim, Madrid, Alianza Editorial, 2007.
Miguel Ángel Sanz Loroño
Doctor en Historia
marxenelaula@gmail.com
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