En busca del tiempo perdido es una novela de Marcel Proust, escrita entre 1908 y 1922 que consta de siete partes publicadas entre 1913 y 1927, de las que las tres últimas son póstumas. Es ampliamente considerada una de las cumbres de la literatura francesa y universal. |
El 18 de noviembre de 1922 moría el escritor Marcel Proust en su apartamento parisino del número 44 de la Rue Hamelin, 4ª planta. Tenía 51 años y fallecía a causa de una neumonía mal tratada, a la que se rindió sin oponer resistencia. La enfermedad degeneró en una septicemia, a pesar de que su hermano, Robert, eminente médico, intentó administrarle fármacos (que él se negó a admitir) y le acompañó hasta su muerte, junto a Celeste Albaret, la fiel ama de llaves, enfermera y secretaria del escritor.
Hasta unas horas antes de fallecer, Marcel siguió corrigiendo incansablemente el último volumen de su “En busca del tiempo perdido”, una “opera magna” que no sería publicada en su totalidad (siete volúmenes, en su edición en español) hasta cinco años después de su muerte. En 1919, tras publicar el segundo libro, “A la sombra de las muchachas en flor”, se le concedió el Premio Goncourt, el 10 de diciembre de ese año, generando un escándalo mayúsculo en los periódicos y en las sociedades literarias francesas. Proust era entonces un semi desconocido autor y estaba considerado un snob lleno de frivolidad y artificios aristocráticos. Hasta el gran Andrè Gide, director literario de la editorial Gallimard, había rechazado el primer volumen “Por el camino de Swann” para su publicación (de lo que se arrepentiría no mucho más tarde: envió una carta a Proust pidiéndole perdón por su “inmenso error”). La obra de Proust había desbancado al gran favorito, Roland Dorgelès, un escritor joven que había combatido en las trincheras devastadas de la I Guerra Mundial y presentaba su novela “Las cruces de madera”, basada en sus horribles experiencias en el frente. Se consideraba su obra como una réplica francesa a “Sin novedad en el frente”, la mejor novela escrita sobre la Gran Guerra, debida a un autor alemán.
Proust, un autor decadente, maduro (viejo para la época: tenía 48 años y estaba crónicamente enfermo) cuyas obras no se conocían apenas y además era rico (no precisaba los 5000 francos del premio), era despreciado por muchos periodistas y escritores franceses. Su obra, un “work in progress” que apenas unos pocos conocían parcialmente, era larga, premiosa, detallista, enrevesada, surcada por vetas brillantes de filosofía, poesía, ciencia, lingüística, narrativa pura, erudición literaria, arte, arquitectura y música y un hálito profundo de humanidad, originalidad y complejidad anímica y emocional en los personajes y en las anécdotas y sucesos que los dominan con su arco iris de pasiones. Es una obra dedicada al paso del tiempo, ese fluir constante en el que los momentos del pasado y del futuro son evocados con la misma exigencia de lo real. Y frente a ellos se explora la más íntima psicología humana, son su irracionalidad y sus causalidades inconscientes que desfiguran las exigencias a veces inaprensibles de las propias emociones.
En la historia de la Literatura (con mayúsculas) hay obras y autores que forman parte del acervo cultural de una determinada época y es tal su valor específico que suelen desbordar la época en que nacieron e integrarse en el “humus” creativo que luego se reflejará no sólo en el “corpus” de los clásicos universales sino en el particular, amado y formativo “corpus” del lector individual, ya sea escritor, poeta, editor o crítico o el anónimo amante de la literatura. En mi generación, Proust ocupa un lugar preferente, con compañeros y vecinos del calado de Malcolm Lowry, Faulkner, Lawrence Durrell, James Joyce, Hemingway, Conan Doyle, Chesterton, Swift, Dickens, Mann, Lewis Carroll, Melville o Stevenson. Sin olvidar los “permanentes” como Shakespeare, Cervantes, Homero, Platón o Virgilio…
Mi primer acceso a Proust y la “Recherche” fue gracias a Alianza Editorial, cuyos siete volúmenes de bolsillo, traducidos los tres primeros tomos por Pedro Salinas y el resto por Consuelo Bergés, formaron parte de mi biblioteca imprescindible desde que salieron entre 1966 y 1969. En ellos, entre líneas o en los márgenes de las páginas, aparecen mis nerviosas notas manuscritas, las de un joven veinteañero, glosando una descripción, comentando un juicio, apuntando la emergencia de un personaje que luego será decisivo y numerosos apuntes sobre la técnica del novelista y sus herramientas literarias y de estilo. Esos libros me han acompañado en todos mis traslados de residencia; algunos de ellos han viajado a lugares remotos, como lectura de relajación de mi trabajo periodístico, y a otros he debido reponerlos por destrucción física debido al mucho uso y a la mala calidad de la entrañable edición, en sus aspectos de encuadernación o tipo de papel. Todos han envejecido conmigo, pero conservan aún ese “no sé qué” que los convierte en objetos valiosos, casi como una proyección en papel de mi yo histórico, que es la versión “joven” del anciano que los conserva y los ama. En el primer decenio de este siglo, mi mujer me regaló la edición de Debolsillo, también en siete tomos, con una primorosa traducción de Carlos Manzano. Ahora, con ocasión de redactar este artículo, he comenzado una nueva lectura. Y sigo “encontrando” joyas en forma de pensamientos u observaciones, como la primera vez que me interné en el mundo proustiano.
Al fin y al cabo, se cumple la profecía del mismo Proust sobre su obra que no parecía tener fundamento, incluso hasta los años 50 del pasado siglo y que se confirmó a partir de los sesenta: “mi obra –dijo– no es una autobiografía, sino una revolución literaria y artística que influirá en toda la literatura del siglo XX”. Y de la misma forma exacta como un estilete, define la genialidad sin percatarse, seguramente, de que está esculpiendo a su propia persona: “…quienes producen obras geniales, no son quienes viven en el medio más delicado, quienes tienen la conversación más brillante, la cultura más extensa, sino quienes han tenido la capacidad de volver –dejando bruscamente de vivir para sí mismos– su personalidad semejante a un espejo, de tal forma que su vida –por mediocre que fuera, mundana e intelectualmente– se refleje en ella, pues el genio consiste en la capacidad reflectante y no en la calidad intrínseca del espectáculo reflejado” (último capítulo de “Por el Camino de Swann”. ¿Hay otra definición más justa de su propio genio?
El ritmo de lectura de la obra gigantesca de Proust no puede requerir una cadencia aleatoria como con “La montaña mágica” de Mann o el “Ulises” de Joyce –que exige más paciencia que tiempo–, o “El cuarteto de Alejandría” de Durrell, que son cuatro novelas con una relación y un estilo diferentes. A la “Recherche” hay que dedicarle un “tempo” exclusivo y permanente que se mide en semanas o en meses –si es un lector profesional– o meses (se calculan dos, dedicando a la lectura un mínimo de dos horas diarias), si uno es un amante literario que disfruta de estos libros de forma intensa. Se trata de una novela diferente a todas, que nos envuelve con todo el encanto y la complejidad de una obra única redactada por un escritor que dedicó gran parte de su vida adulta –enclaustrado en una habitación con las paredes forradas de corcho y escribiendo por las noches, en la cama, hasta el alba y por el día con los cortinajes de las ventanas cerrados, para igualar la noche con el día y escribir y corregir sin cesar– a hilvanar los mil y un detalles, personajes, ambientes, confidencias y análisis respecto a otras tantas facetas, científicas, artísticas, literarias, psicológicas, de costumbres, moda, arquitectura, pintura, música, fisiología y patología de las percepciones y de la memoria, filosóficas sobre el paso del tiempo, clases de plantas, de flores, de pájaros, tormentos del deseo, de la homo u heterosexualidad, el fetichismo, los automóviles, los trenes, los aeroplanos y dirigibles, la pasión por los libros, los cuadros y las esculturas, los creadores, poetas y locos de todas clases, fetichistas, las clases sociales de París, las fiestas sociales y lupanares, bares y restaurantes, la guerra, la crueldad, los vitrales, los cementerios, los caballos y la cocina, los niveles de la nobleza y la alta burguesía, de las grandes damas y de las entretenidas “demi-mondaines”. En su obra, el aficionado a la narrativa, rastrea la presencia de Montaigne, Flaubert, Balzac, Pascal, La Bruyere, Rousseau, Chateaubriand, Todo ello desmenuzado de una forma casi entomológica, persistente, aguda, obsesiva y brillante. Es una enciclopedia borgiana donde todos los saberes de una época tienen su acomodo y su jugoso comentario que, milagrosamente, logra Proust integrar en el corpus de su obra, de tal manera que si eliminamos alguna de estas piezas, el resto se resiente.
Y, ojo, no quiero decir con ello que no habrá momentos de tentación abandonista, un poco de sofoco ante los excesos inevitables de semejante obra, momentos duros cercanos a la deserción. No se dejen amilanar. Persistan. Es la clase de lectura que una vez realizada, nos acompañará toda la existencia y olvidaremos aquellos instantes de abandono para unificar una impresión profunda e inolvidable. Tanto que uno queda marcado por un sello íntimo, una marca indeleble que nos hermana con todos los que han realizado esa gesta lectora. Y algo más: no conozco a ningún lector total de la “Recherche” que no haya repetido la lectura en otro tiempo de su vida.
El estilo es impecable, dado a las frases largas de periodo interminable y a veces alambicado, pero de rotundo sentido y belleza, que logra una cierta perfección en las distintas voces de los personajes, cuyos diálogos reflejan con maestría desde la educación hasta el origen social, sin evitar la tentación de divertirse con parodias, imitaciones o pastiches. Swann tiene una cadencia propia al hablar, como el pedante Bloch o la duquesa de Guermantes; o el chismorreo de Madame de Verdurin o de las tías-abuelas del narrador; la sentenciosa criada Françoise, el complejo y refinado Norpois, la vulgaridad de Odette de Crezy, el obtuso doctor Cottard o el tierno compositor Vinteuil (cuya sonata para violín y piano, de gran importancia en la novela, ha sido identificada como una obra de Saint-Saëns).
Aparte de los siete tomos de la novela-río, les recomiendo vivamente –como colofón y regalo a la perseverancia lectora de los que cedan a este artículo y emprendan la genial aventura de leer la “Recherche” completa– un libro aparecido hace unos años, “Marcel Proust, la memoria recobrada” de Mireille Naturel, editado lujosamente por Plataforma Editorial y avalado por la familia Proust. En él los futuros fetichistas proustianos (suele ser ese un efecto colateral de la lectura de la gran novela) encontrarán detalles gráficos y documentales poco conocidos sobre la vida y la obra del escritor francés muerto ahora hace un siglo. Desde las notas escolares del joven Proust hasta las fotografías de su fallecimiento, las fiestas a las que asistió o las vacaciones en diferentes ambientes, sus amigos y amigas, los lugares donde vivió, el pueblo real y los alrededores que describió en su obra, las personas que se encarnaron en sus personajes… todo en conjunto, es una fiesta para los sentidos y para recordar –como la célebre magdalena, en forma de libro– los momentos entrañables de la lectura.
Como escribió en “El tiempo recobrado”, el último volumen de su obra: “La verdadera vida, la vida por fin descubierta y aclarada, la única vida, por consiguiente, plenamente vivida, es la literatura. Esa vida que, en cierto sentido, vive a cada instante en todos los hombres tanto como en el artista, pero no la ven, porque no intentan aclararla”.■
Fichas
EN BUSCA DEL TIEMPO PERDIDO.- Marcel Proust. Traducción: Pedro Salinas, Consuelo Bergés y Carlos Manzano. Alianza Editorial y Delibros.
MARCEL PROUST: LA MEMORIA RECOBRADA.- Mireille Naturel. Trad. Elisenda Julibert. Plataforma Editorial.
Hasta unas horas antes de fallecer, Marcel siguió corrigiendo incansablemente el último volumen de su “En busca del tiempo perdido”, una “opera magna” que no sería publicada en su totalidad (siete volúmenes, en su edición en español) hasta cinco años después de su muerte. En 1919, tras publicar el segundo libro, “A la sombra de las muchachas en flor”, se le concedió el Premio Goncourt, el 10 de diciembre de ese año, generando un escándalo mayúsculo en los periódicos y en las sociedades literarias francesas. Proust era entonces un semi desconocido autor y estaba considerado un snob lleno de frivolidad y artificios aristocráticos. Hasta el gran Andrè Gide, director literario de la editorial Gallimard, había rechazado el primer volumen “Por el camino de Swann” para su publicación (de lo que se arrepentiría no mucho más tarde: envió una carta a Proust pidiéndole perdón por su “inmenso error”). La obra de Proust había desbancado al gran favorito, Roland Dorgelès, un escritor joven que había combatido en las trincheras devastadas de la I Guerra Mundial y presentaba su novela “Las cruces de madera”, basada en sus horribles experiencias en el frente. Se consideraba su obra como una réplica francesa a “Sin novedad en el frente”, la mejor novela escrita sobre la Gran Guerra, debida a un autor alemán.
Proust, un autor decadente, maduro (viejo para la época: tenía 48 años y estaba crónicamente enfermo) cuyas obras no se conocían apenas y además era rico (no precisaba los 5000 francos del premio), era despreciado por muchos periodistas y escritores franceses. Su obra, un “work in progress” que apenas unos pocos conocían parcialmente, era larga, premiosa, detallista, enrevesada, surcada por vetas brillantes de filosofía, poesía, ciencia, lingüística, narrativa pura, erudición literaria, arte, arquitectura y música y un hálito profundo de humanidad, originalidad y complejidad anímica y emocional en los personajes y en las anécdotas y sucesos que los dominan con su arco iris de pasiones. Es una obra dedicada al paso del tiempo, ese fluir constante en el que los momentos del pasado y del futuro son evocados con la misma exigencia de lo real. Y frente a ellos se explora la más íntima psicología humana, son su irracionalidad y sus causalidades inconscientes que desfiguran las exigencias a veces inaprensibles de las propias emociones.
En la historia de la Literatura (con mayúsculas) hay obras y autores que forman parte del acervo cultural de una determinada época y es tal su valor específico que suelen desbordar la época en que nacieron e integrarse en el “humus” creativo que luego se reflejará no sólo en el “corpus” de los clásicos universales sino en el particular, amado y formativo “corpus” del lector individual, ya sea escritor, poeta, editor o crítico o el anónimo amante de la literatura. En mi generación, Proust ocupa un lugar preferente, con compañeros y vecinos del calado de Malcolm Lowry, Faulkner, Lawrence Durrell, James Joyce, Hemingway, Conan Doyle, Chesterton, Swift, Dickens, Mann, Lewis Carroll, Melville o Stevenson. Sin olvidar los “permanentes” como Shakespeare, Cervantes, Homero, Platón o Virgilio…
Mi primer acceso a Proust y la “Recherche” fue gracias a Alianza Editorial, cuyos siete volúmenes de bolsillo, traducidos los tres primeros tomos por Pedro Salinas y el resto por Consuelo Bergés, formaron parte de mi biblioteca imprescindible desde que salieron entre 1966 y 1969. En ellos, entre líneas o en los márgenes de las páginas, aparecen mis nerviosas notas manuscritas, las de un joven veinteañero, glosando una descripción, comentando un juicio, apuntando la emergencia de un personaje que luego será decisivo y numerosos apuntes sobre la técnica del novelista y sus herramientas literarias y de estilo. Esos libros me han acompañado en todos mis traslados de residencia; algunos de ellos han viajado a lugares remotos, como lectura de relajación de mi trabajo periodístico, y a otros he debido reponerlos por destrucción física debido al mucho uso y a la mala calidad de la entrañable edición, en sus aspectos de encuadernación o tipo de papel. Todos han envejecido conmigo, pero conservan aún ese “no sé qué” que los convierte en objetos valiosos, casi como una proyección en papel de mi yo histórico, que es la versión “joven” del anciano que los conserva y los ama. En el primer decenio de este siglo, mi mujer me regaló la edición de Debolsillo, también en siete tomos, con una primorosa traducción de Carlos Manzano. Ahora, con ocasión de redactar este artículo, he comenzado una nueva lectura. Y sigo “encontrando” joyas en forma de pensamientos u observaciones, como la primera vez que me interné en el mundo proustiano.
Al fin y al cabo, se cumple la profecía del mismo Proust sobre su obra que no parecía tener fundamento, incluso hasta los años 50 del pasado siglo y que se confirmó a partir de los sesenta: “mi obra –dijo– no es una autobiografía, sino una revolución literaria y artística que influirá en toda la literatura del siglo XX”. Y de la misma forma exacta como un estilete, define la genialidad sin percatarse, seguramente, de que está esculpiendo a su propia persona: “…quienes producen obras geniales, no son quienes viven en el medio más delicado, quienes tienen la conversación más brillante, la cultura más extensa, sino quienes han tenido la capacidad de volver –dejando bruscamente de vivir para sí mismos– su personalidad semejante a un espejo, de tal forma que su vida –por mediocre que fuera, mundana e intelectualmente– se refleje en ella, pues el genio consiste en la capacidad reflectante y no en la calidad intrínseca del espectáculo reflejado” (último capítulo de “Por el Camino de Swann”. ¿Hay otra definición más justa de su propio genio?
El ritmo de lectura de la obra gigantesca de Proust no puede requerir una cadencia aleatoria como con “La montaña mágica” de Mann o el “Ulises” de Joyce –que exige más paciencia que tiempo–, o “El cuarteto de Alejandría” de Durrell, que son cuatro novelas con una relación y un estilo diferentes. A la “Recherche” hay que dedicarle un “tempo” exclusivo y permanente que se mide en semanas o en meses –si es un lector profesional– o meses (se calculan dos, dedicando a la lectura un mínimo de dos horas diarias), si uno es un amante literario que disfruta de estos libros de forma intensa. Se trata de una novela diferente a todas, que nos envuelve con todo el encanto y la complejidad de una obra única redactada por un escritor que dedicó gran parte de su vida adulta –enclaustrado en una habitación con las paredes forradas de corcho y escribiendo por las noches, en la cama, hasta el alba y por el día con los cortinajes de las ventanas cerrados, para igualar la noche con el día y escribir y corregir sin cesar– a hilvanar los mil y un detalles, personajes, ambientes, confidencias y análisis respecto a otras tantas facetas, científicas, artísticas, literarias, psicológicas, de costumbres, moda, arquitectura, pintura, música, fisiología y patología de las percepciones y de la memoria, filosóficas sobre el paso del tiempo, clases de plantas, de flores, de pájaros, tormentos del deseo, de la homo u heterosexualidad, el fetichismo, los automóviles, los trenes, los aeroplanos y dirigibles, la pasión por los libros, los cuadros y las esculturas, los creadores, poetas y locos de todas clases, fetichistas, las clases sociales de París, las fiestas sociales y lupanares, bares y restaurantes, la guerra, la crueldad, los vitrales, los cementerios, los caballos y la cocina, los niveles de la nobleza y la alta burguesía, de las grandes damas y de las entretenidas “demi-mondaines”. En su obra, el aficionado a la narrativa, rastrea la presencia de Montaigne, Flaubert, Balzac, Pascal, La Bruyere, Rousseau, Chateaubriand, Todo ello desmenuzado de una forma casi entomológica, persistente, aguda, obsesiva y brillante. Es una enciclopedia borgiana donde todos los saberes de una época tienen su acomodo y su jugoso comentario que, milagrosamente, logra Proust integrar en el corpus de su obra, de tal manera que si eliminamos alguna de estas piezas, el resto se resiente.
Y, ojo, no quiero decir con ello que no habrá momentos de tentación abandonista, un poco de sofoco ante los excesos inevitables de semejante obra, momentos duros cercanos a la deserción. No se dejen amilanar. Persistan. Es la clase de lectura que una vez realizada, nos acompañará toda la existencia y olvidaremos aquellos instantes de abandono para unificar una impresión profunda e inolvidable. Tanto que uno queda marcado por un sello íntimo, una marca indeleble que nos hermana con todos los que han realizado esa gesta lectora. Y algo más: no conozco a ningún lector total de la “Recherche” que no haya repetido la lectura en otro tiempo de su vida.
El estilo es impecable, dado a las frases largas de periodo interminable y a veces alambicado, pero de rotundo sentido y belleza, que logra una cierta perfección en las distintas voces de los personajes, cuyos diálogos reflejan con maestría desde la educación hasta el origen social, sin evitar la tentación de divertirse con parodias, imitaciones o pastiches. Swann tiene una cadencia propia al hablar, como el pedante Bloch o la duquesa de Guermantes; o el chismorreo de Madame de Verdurin o de las tías-abuelas del narrador; la sentenciosa criada Françoise, el complejo y refinado Norpois, la vulgaridad de Odette de Crezy, el obtuso doctor Cottard o el tierno compositor Vinteuil (cuya sonata para violín y piano, de gran importancia en la novela, ha sido identificada como una obra de Saint-Saëns).
Aparte de los siete tomos de la novela-río, les recomiendo vivamente –como colofón y regalo a la perseverancia lectora de los que cedan a este artículo y emprendan la genial aventura de leer la “Recherche” completa– un libro aparecido hace unos años, “Marcel Proust, la memoria recobrada” de Mireille Naturel, editado lujosamente por Plataforma Editorial y avalado por la familia Proust. En él los futuros fetichistas proustianos (suele ser ese un efecto colateral de la lectura de la gran novela) encontrarán detalles gráficos y documentales poco conocidos sobre la vida y la obra del escritor francés muerto ahora hace un siglo. Desde las notas escolares del joven Proust hasta las fotografías de su fallecimiento, las fiestas a las que asistió o las vacaciones en diferentes ambientes, sus amigos y amigas, los lugares donde vivió, el pueblo real y los alrededores que describió en su obra, las personas que se encarnaron en sus personajes… todo en conjunto, es una fiesta para los sentidos y para recordar –como la célebre magdalena, en forma de libro– los momentos entrañables de la lectura.
Como escribió en “El tiempo recobrado”, el último volumen de su obra: “La verdadera vida, la vida por fin descubierta y aclarada, la única vida, por consiguiente, plenamente vivida, es la literatura. Esa vida que, en cierto sentido, vive a cada instante en todos los hombres tanto como en el artista, pero no la ven, porque no intentan aclararla”.■
Fichas
EN BUSCA DEL TIEMPO PERDIDO.- Marcel Proust. Traducción: Pedro Salinas, Consuelo Bergés y Carlos Manzano. Alianza Editorial y Delibros.
MARCEL PROUST: LA MEMORIA RECOBRADA.- Mireille Naturel. Trad. Elisenda Julibert. Plataforma Editorial.
Alberto Díaz
Periodista, Psicólogo y Crítico literariocharlus03@yahoo.es
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