05 agosto 2022

#MiguelÁngelSanzLoroño - El asesinato de Antonio Cánovas del Castillo

Ilustración del asesinato de D. Antonio Cánovas del Castillo (8 de Agosto de 1897) en un libro de Francisco Pi y Margal / V. Ginés. CC BY 3.0


El asesinato de Antonio Cánovas del Castillo


A 125 años del magnicidio de Cánovas del Castillo, su legado y su obra, dentro de la primera restauración borbónica y del turnismo político en el poder sustentado en el pasteleo y las urnas trucadas, nos recuerda inevitablemente a la segunda restauración borbónica, en la que todo quedó “atado y bien atado” gracias a un sistema bipartidista que, con algunas turbulencias en los últimos años, ha cumplido bien el papel desde 1978 de mantener la unidad nacional, la Corona y los movimientos obreros dentro de los límites permitidos para una “democracia liberal” en el marco de la UE y de la OTAN.

España cuenta en su registro con cinco jefes del Ejecutivo asesinados. El primero fue Juan Prim, en 1870. Su muerte dejó a Amadeo I a los pies de los caballos, de los chismes y de la revolución en marcha iniciada en 1868. El segundo, Antonio Cánovas del Castillo, el constructor de la Restauración borbónica (1874-1923), fue muerto en 1897. El tercero, José Canalejas, el gran líder liberal que, junto con Antonio Maura, intentó reformar el sistema canovista para salvarlo de la quema de la historia. Fue tiroteado en 1912. El cuarto, Eduardo Dato, ametrallado mientras viajaba en su coche en 1921, en plena desintegración de ese sistema político. Y el quinto, el almirante Luis Carrero Blanco, presidente del Gobierno de la dictadura franquista y candado del régimen para mantener las cosas atadas y bien atadas1. En 1973 fue asesinado por ETA con una bomba que dejó a Franco sin aliento y al búnker lleno de rabia y de sorpresa.

Debido a la importancia del cargo, y a la perplejidad que sobreviene tras un magnicidio, todas estas muertes tuvieron serias consecuencias políticas. Pero es curiosamente la de Cánovas del Castillo, el personaje de mayor impacto en la historia de España de los cinco, la que menos efectos corrosivos tuvo sobre el sistema que le sobreviviría, dando tumbos, veinticinco años. Nacido en Málaga el 8 de febrero de 1828 y muerto en Mondragón el 8 de agosto 1897, Cánovas fue el arquitecto de la Restauración borbónica y de su sistema turnista. Un monstruo de memoria e intuición política, navajero parlamentario consumado y devorador de legajos y lecturas históricas, este tejón conservador marcó con su sello la forma del Estado y el destino del Reino. Su muerte, a pesar de estar opacada por la crisis de 1898, merece una nueva lectura debido a la resignificación que en las últimas décadas se le ha dado a su desempeño.

Efectivamente, para los intelectuales orgánicos de la derecha actual Cánovas fue un padre de la patria al que hay que reverenciar en el Panteón de los Hombres Ilustres. Su figura fue rescatada durante la Transición y elevada a los cielos en el ascenso a Moncloa de José María Aznar, que venía de desequilibrar el Estado y jugar con fuego durante la última legislatura del tardofelipismo (1993-1996). Pasado el asalto al Ejecutivo, a Aznar y a la derecha intelectual le convenía recurrir a un héroe tranquilo y desengañado, epítome supremo del “sentido de Estado”, un juego de palabras que huele a tabaco, masculinidad y políticas de extremo centro. Frente a una izquierda que se llenó de “recuperaciones de la memoria histórica”, esto es, la de las víctimas de la guerra y de la posguerra, la Restauración borbónica, con su turnismo pastelero de liberales y conservadores, parecía un ejemplo de moderación, paz y parlamentarismo de pata negra. Cualquier cosa antes que revisar el origen histórico de la derecha en el gobierno y de las fortunas realmente reinantes.

De esta manera se fabricó una imagen de Cánovas y de la Restauración que habría sorprendido al propio interesado, especialmente diseñada para legitimar el turnismo de la segunda Restauración borbónica, la de la Constitución de 1978. La desfachatez de este cocido llegó hasta el punto de situar el antecedente de nuestra democracia no en la II República (1931-1939), surgida del marasmo de la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930) y de las contradicciones de la Restauración canovista, o en el Sexenio Revolucionario (1868-1874), sino en la obra de Cánovas y en la Constitución de 1876, ambas expresamente antidemocráticas. Con ello se pretendía dar al régimen de 1978 una mano de pintura solemne, cargada de ese espantajo llamado “razón de Estado”, y borrar así, de un plumazo, las experiencias democráticas, y por ello conflictivas, de la I República (1873-1874) y de la Segunda. Lo que esto quiere decir, visto desde otra óptica, es que Cánovas resultaba un personaje encajable en los límites impuestos por la dictadura debido al carácter clerical, turiferario y cortijero de la Restauración (1874-1923).


El sistema de la Restauración

Aunque la obra de Cánovas no fue escrita, como nos pretenden hacer creer, en el mármol, duró casi cincuenta años, toda una condena sustentada en el latifundio, el fusil, el incienso del altar y el sistema caciquil de castigos y prebendas. Para comprender la Restauración, debe saberse que ésta fue construida contra la experiencia culminante del Sexenio Revolucionario y del siglo XIX hispano, esto es, la I República. El ciclo revolucionario liberal, comenzado en 1808, llegó a término en 1874, cuando la dictadura del general Serrano, un espadón del régimen isabelino oportunista y desvergonzado, liquidó las ruinas que el golpe del general Pavía le había dejado. Y es que, en 1868, después de que el reinado de Isabel II (1833-1868) hiciese el petate de las joyas y marchase al exilio, España entró en un proceso revolucionario que desembocó, quemadas todas las opciones monárquicas, en la proclamación de la I República en febrero de 1873.

Durante los once meses en los que las instituciones republicanas se mantuvieron con vida efectiva, España conoció un proyecto genuino de constitución democrática, social y federal, por un lado, y cuatro presidentes que no pudieron domar ni controlar un proceso de revolución cantonal desde abajo, por el otro. Nunca hubo en la España del siglo XIX un momento de tanta efervescencia democrática como el de entonces. La república se proclamó en las ciudades para evitar que el Madrid cortesano y rentista hiciese de rémora o mastín de las elites cortijeras. Hasta tal punto llegó este poder dual que el último presidente, Emilio Castelar, se entregó a los militares para derrotar a las repúblicas federalistas de las ciudades (cantones) y, de paso, ponerle a la república la pistola del Ejército en el cielo de la boca. Cádiz y Cartagena, por nombrar solo dos ciudades donde la revolución cantonal se hizo fuerte, cayeron bajo una lluvia de bombas y de fusilería. Alcoy, donde el cantón amenazó con devenir insurrección obrera, terminó de asaltar los sueños de las mejores cunas del Reino. Este pandemonio revolucionario, este carnaval del espanto, dijeron los prohombres en los palcos y en los pasillos de mármol, no podía volver a repetirse. Entonces, el general Pavía disolvió las Cortes el 3 de enero de 1874 y hubo paz, pero poca gloria.

El Madrid cortesano volvió a concentrarse y le entregó a Serrano el bastón de mando. Cánovas, que venía desde el exilio trabajándose la promoción simbólica del hijo de Isabel II, don Alfonso, decidió esperar más tiempo. España, pensó el político malagueño, debía suplicar el retorno de los Borbones, a los que Prim había despedido diciendo que nunca, jamás de los jamases, regresarían al palacio de Oriente. Sin embargo, el general Martínez Campos no quiso esperar tanto e hizo lo que el Ejército venía haciendo desde los tiempos de Fernando VII. Se pronunció militarmente a finales de 1874 y Serrano, reacio, entregó el nombre y el poder a Alfonso XII.

El sistema construido por Cánovas, expresado en la Constitución de 1876, la más longeva hasta la fecha, nació, por tanto, contra el fantasma de la I República. En esto, como en casi todo, España no fue una excepción en Europa. La mayor parte de los sistemas liberal-constitucionales (no democráticos) forjados entre la década de 1860 y la de 1880 nacieron, o se ajustaron más tarde, contra el recuerdo radicalmente democrático de la Comuna de París de 1871. Fue esta experiencia, reprimida a sangre y fuego por los ejércitos francés y alemán, la que traspasa el desarrollo de la III República francesa, el Reino Unido de Gladstone y Disraeli, la Alemania de Bismarck, la España canovista y la Italia de Giolitti.

Con la democracia como enemiga y el afán declarado de atornillar el sistema político a su visión conservadora de España, el prócer malagueño se dispuso a fijar la forma institucional del Reino. No en vano, durante este periodo se promulgaron el Código de Comercio y el Código Civil, dos herramientas imprescindibles para la consolidación del Estado. Rechazando todo idealismo y apegándose a un supuesto realismo pragmático, que no dejaba de ser un trasunto de los intereses cortijeros, Cánovas pretendió cerrar el Reino a todo conato revolucionario y dar expresión a la entente, más o menos cordial, que el latifundio andaluz y el cereal y el vino castellano, por un lado, y la industria catalana, por el otro, habían firmado.

Espantados por la experiencia republicana, los principales actantes del drama acordaron no volver a jugar con fuego, tal y como venían haciendo en pronunciamientos y algaradas callejeras desde 1833. El tiempo en el que un grupo político solo podía acceder a las alfombras ministeriales y a la Gaceta de Madrid (el antecedente del BOE) mediante el golpe y la barricada había terminado. La revolución liberal había entregado el testigo; las tierras eclesiásticas y comunales, desamortizadas, habían convertido las tierras del feudalismo en un mosaico de latifundios atrasados pero capitalistas, donde solo los que ya tenían podían comprar lo subastado. El campo, sibilante de masas jornaleras, crecientes y desposeídas de todo, exigía la calma de la chicharra y el amarillo eterno del aburrimiento y la siesta de verano. La historia, en otras palabras, debía detenerse bajo la mirada del guardiacivil y el grito del capataz al mando.

Eso es, ni más ni menos, lo que pretendió Cánovas. Una Restauración que supuestamente reflejaba una España cortijera y clerical, y que, por ello, no podría adaptarse a los tiempos en cuanto estos echasen a correr entre sindicatos, guerras coloniales fallidas y modernidades de masas del siglo siguiente. Pero hasta entonces, Cánovas trató de disecar la historia sobre unos principios extraídos, afirmaba, del pasado. Por un lado, la conciencia y la educación se debían entregar a la religión católica, mayoritaria según los datos, e impresa en el alma tanto del propietario como del jornalero. Por el otro, la monarquía y las Cortes, dos instituciones consustanciales a la historia de España que estaban presentes, decía Cánovas, desde los godos. Por ello, ambas debían compartir la soberanía del Reino, otorgando así a la Corona un poder que estaba, de hecho, por encima del Parlamento. La soberanía nacional, en otras palabras, era cosa muerta, un cadáver de ese caótico siglo XIX al que Cánovas quería poner broche y candado. La democracia, por tanto, ni estaba ni se la esperaba.

Como el gran problema del régimen isabelino había residido en la tendencia de los moderados al monopolio de la Gaceta de Madrid, Cánovas pensó que el nuevo sistema debía basarse en una alternancia pacífica entre caballeros, establecida no por las urnas, a las que despreciaba, sino por el pasteleo de palco y de reservado. Si, por un lado, el Ejército se quedaba en sus cuarteles, entretenido en las colonias, en la Academia General Militar y en el orden público cuando las cosas se ponían feas, y, por otro, se forjaban dos partidos, dos agrupaciones dinásticas de notables y de caciques, en el que los sectores propietarios se viesen representados, entonces, pensaba Cánovas, el régimen se sostendría sobre dos patas que caminarían de forma más o menos armónica, sin hacer la guerra por su cuenta y contra la estabilidad del Reino.

A Cánovas, no se engañe nadie, le costaba dejar el gobierno como a cualquiera. Para él se trataba de un mal menor, una imitación del sistema inglés que, después de la muerte de Alfonso XII en 1885, se impuso como algo necesario. El fallecimiento del rey dejó el sistema en una situación precaria, ya que el heredero, el futuro Alfonso XIII, todavía no había nacido. El pacto, llamado de El Pardo, vino para consolidar lo que ya se llevaba haciendo diez años. Los liberales de Práxedes Mateo Sagasta y los conservadores de Cánovas se turnaron en el Consejo de Ministros de acuerdo con conversaciones previas. La presidencia del Consejo cambiaba y el nuevo gobierno convocaba unas elecciones que, como en los tiempos de Isabel II, no perdía nunca. Los ministros de la Gobernación tiraban de los hilos del caciquismo para colocar diputados y repartir las prebendas del Estado. Como un gigantesco esqueleto que acabase en el Madrid cortesano, el caciquismo entregó siempre los resultados electorales deseados, incluso después de que el gobierno de Sagasta introdujese el sufragio universal masculino en 1890, cuando la maquinaria de los pucherazos, del juego de los favores y del encasillado estaba tan engrasada que las urnas dejaron de atemorizar a los gerifaltes canovistas.

La Restauración, sin embargo, no pudo impedir que el descontento social vomitase desde los márgenes del sistema. El carlismo, motor de la guerra de 1833-1839 y de una permanente inestabilidad regional, había sido desactivado en 1876 mediante la derrota militar y un tratamiento fiscal específico. La reivindicación foral continuaría más tarde por otros medios muy distintos. La guerra por la independencia de Cuba, puesta en suspenso en 1878 con la paz de Zanjón, no se reanudaría hasta 1895. En vida de Cánovas, la debilidad principal del sistema residió, por tanto, en los efectos sociales de la propiedad de la tierra consolidada en las desamortizaciones y en la dinámica de clases de la industria catalana. Frente a la imagen del periodo como un oasis de paz y de consenso, la realidad se muestra bien distinta. La Restauración ejerció una violencia política escalofriante, tal y como demuestran los incontables Estados de guerra que los gobiernos dinásticos declararon en determinadas provincias o en todo el Reino, especialmente en la década de 1890.

Es en este decenio, de hecho, cuando el sistema muestra bien a las claras a qué intereses sirve y a qué grupos sociales defiende. Pero mucho antes, ya a principios de la década de 1880, el Ejército y la Guardia Civil camparon a sus anchas en el sur del Reino. En 1883, ambos cuerpos detuvieron y torturaron en Andalucía a más de tres mil personas con el objetivo de desarticular la Federación de Trabajadores de la Región Española. Una organización conspirativa inventada por el Estado, la Mano Negra, les dio el pie y la cobertura para ello. La intención de la represión, que culminó con varios fusilados y siete ejecutados a garrote vil en 1884, era dar un ejemplo. Las revoluciones habían terminado, dijo el Estado. Cualquier ofensa a la propiedad sería respondida con el fuego y el plomo.

Como el agro era reacio a aprender la lección, el sistema se empleó a fondo al principio de la década siguiente en el campo de Jerez, como ya lo había hecho antes en la masacre de los trabajadores onubenses de la Compañía británica del Río Tinto, en 1888. En respuesta a la represión orquestada en el sur, el anarquismo, que había tomado el relevo de la democracia como enemigo del sistema, respondió en Barcelona con el lanzamiento desesperado de bombas en desfiles y en óperas. Los atentados anarquistas de la Plaza Real (1892), del Liceo (1893) y del Corpus Christi (1896) fueron respondidos con más Estados de guerra, leyes antiterroristas y miles de detenidos, cientos de torturados y decenas de fusilados, como los del célebre proceso de Montjuic, el castillo en cuyo foso la Restauración dio a luz a la razón de Estado. Es en este contexto de bombas y torturas, de fusilamientos y una nueva guerra en Cuba, en el que Cánovas afrontó la muerte un 8 de agosto de hace 125 años.


El magnicidio

A la altura del verano de 1897, Cuba, la joya del Caribe, estaba perdida. La isla olía a flores muertas y a cerdos enfermos. Si Valeriano Weyler, el pequeño y brutal general al mando de la guerra, buscaba convertir el manglar en un desierto, podía dar su ducado por conseguido. Weyler no dudó en ningún momento a la hora de someter a la isla a un sistema de campos de concentración. Dudar era de intelectuales y de débiles, y él se preciaba de no ser ninguno de ellos. Cánovas le respaldó con un telegrama: hasta el último hombre, hasta la última peseta. Cuba será nuestra o será nada, concluyó. Atada a una ilusión de hierro que la arrastraba al fondo de la historia, España chapoteaba entre el lodo y la sangre. Del dolor, mejor era callar todas las palabras. Cumplida la tarea de los grandes hombres, Cánovas salió para tomar las aguas.

El verano en Madrid golpeaba con saña al mediodía y atontaba en la sobremesa. El presidente partió hacia el norte, adonde iba la España turnista a bañar sus glorias y famas. Cánovas llegó con la cabeza ocupada en un imperio que se desintegraba y en una Barcelona que sangraba por las cloacas del Estado. No bien había terminado de pacificar la ciudad, sus industriales ya le pedían redoblar el arancel y aumentar el esfuerzo bélico en Cuba. La guerra los tenía de los nervios, porque es en las colonias donde su capital más rentaba, e incluso con la guerra sacaban tajada. Se lo recordó Cánovas con la gracia de tejón que le era propia, y los otros callaron, sabiendo que era mejor no tentar a la suerte o a quien mandaba.

En lugar de San Sebastián, donde le atufaba el cotorreo del régimen que había fundado, Cánovas prefería solazarse en el balneario de Santa Águeda, en Mondragón. Paseo, aguas termales, lecturas. Eso era todo lo que necesitaba para volver con más fuerza a cimentar el imperio y pacificar el Reino. Allí llegó también Michele Angiolillo, un periodista de veintisiete años, culto, delgado, con una cabeza demasiado grande para su cuello. Quizá por eso se rascaba la nuca constantemente, nervioso, y se ajustaba las lentes que revelaban unos ojos de animal muerto. Vestía a la moda moderna, con corbata y un estilo de cuello que Cánovas no se hubiese puesto nunca. Al entrar al balneario se registró como corresponsal de un periódico italiano. Sujetaba Angiolillo, de hecho, un ejemplar de Il Popolo entre las manos. El sombrero, enorme, le quedaba tan grande como impropio. Era uno de esos hombres nacidos para no saber andar ni vestidos ni desnudos. Ansioso, miraba a todos lados y a ninguno, temiendo ser reconocido en cada paso.

Paseaba el periodista buscando al presidente, de quien tanto había oído hablar a amigos y a extraños. Salió al patio, ojeó a los próceres descansando de la vida y lo encontró sentado en un banco, al lado de la puerta. A Angiolillo le temblaron las manos, sudorosas de plomo y de historia. Se acercó despacio, primero, y después aceleró el paso, temeroso de que Cánovas levantase la vista y detuviese el mundo. El temblor se acompasó con el estómago cerrado. La respiración, entrecortada, lo empujó a la torpeza. Entonces se le cayó el periódico al suelo, se puso el sombrero como pudo y dejó relampaguear una pistola. Cánovas siguió en su lectura, ajeno a una década que había venido a cobrarse su venganza. El tiempo, finalmente, lo encontró de sorpresa. Angiolillo, castañeteando, se lo tiró todo encima, con tres disparos que le perforaron al presidente el costado, el cuello y la memoria.

El anarquista se quedó como una estatua. La pistola, encasquillada, no tiraba más. Derrumbado sobre el asiento, Cánovas sangraba. Los gritos retumbaron como alarmas; los pasos, histéricos, resonaron hostiles y metálicos. Desarmaron a Angiolillo y, una vez reducido, encontraron sus ojos. Ardían los de uno, morían los del otro. La propaganda por el hecho, propia del anarquismo anterior al de su poderío sindical, se había oído en todo el Reino. Angiolillo no huyó. Su objetivo era dar testimonio de lo hecho. Una legión de uniformes lo llevaron en volandas a Vergara, donde la jurisdicción militar, por supuesto, le hizo comer puñados de orden y paletadas de ley antiterrorista.

Digeridos los golpes, el anarquista confesó el crimen y sus motivos. Montjuic, dijo, no podía quedar sin castigo, y cuando la justicia estaba vedada a quien más la necesitaba, la venganza era el único modo. Cómplices no he tenido, afirmó, salvo la humanidad entera. Repitió lo mismo en el consejo de guerra que le condenó a morir a garrote. Llevado al patíbulo, mantuvo la misma versión. Gregorio Mayoral, el abuelo de los verdugos, le tapó el rostro con una capucha negra para que el reo no tuviese miedo de la muerte cuando marchase tras ella. Era Mayoral un hombre tranquilo, hecho a tratar con la noche y a no desobedecer nunca, ni al sargento en el Ejército ni al juez en el cadalso. No había otro secreto para dormir tranquilo, dijo, que el de hacer cuanto te mandaban y el de guardar silencio cuando te hablaban.

Se leyó la sentencia y se ordenó proceder en justicia. El preso, sudado y descompuesto, aún acertó a gritar la palabra “germinal” hacia el futuro. Mayoral actuó rápido, rey en su oficio. Tres vueltas y el cuello crujió como una madera de pino. Aún se estuvo un rato la carne del reo en un espasmo de esfínteres y nervios, como si el cuerpo quisiera dar marcha atrás en el tiempo. Mayoral había visto muchas veces el mismo acto reflejo y no se sorprendió al verlo. Acabada la faena, recogió el verdugo sus bártulos y marchó hacia Burgos en el primer tren en el que le metieron. Nada más llegar comió un buen cocido. Había hecho gana después de un trabajo tan fino.

El Estado dio razón de lo hecho, levantó acta y ordenó, antes de afrontar el fin de las colonias y declarar el enésimo Estado de guerra, que se pusieran las banderas a media asta por don Antonio Cánovas del Castillo, dechado de virtudes y padre de la patria, constructor de la Restauración y arquitecto de sus mármoles y sentinas.■

1- El cambio de “presidente del Consejo de Ministros” a “presidente del Gobierno”, que todavia hoy perdura, se realizó en el tardofranquismo.   


Bibliografía

González Calleja, Eduardo, La razón de la fuerza. Orden público, subversión y violencia política en la España de la Restauración (1874-1917), Madrid, CSIC, 1998.

Villares, Ramón y Moreno Luzón, Javier, Restauración y Dictadura, Madrid/Barcelona, Crítica/Marcial Pons, 2009.


Miguel Ángel Sanz Loroño
Doctor en Historia
marxenelaula@gmail.com

 

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