29 mayo 2022

#AlbertoDíaz - “La naranja mecánica” 60 años de un “shock” cultural



“La naranja mecánica” 60 años de un “shock” cultural

La novela de Anthony Burgess y la película de Kubrick galvanizaron el horror ante la violencia gratuita


En 1962, hace sesenta años, el escritor británico Anthony Burgess publicaba una novela distópica, desafiante, atrevida y decididamente obscena: “La naranja mecánica” (A Clockwork Orange). Casi 10 años más tarde (1971) Stanley Kubrick la adaptaría para la gran pantalla: una película que arrasaría y dinamitaría, con su hábil y medido sentido de la transgresión y el escándalo, la conciencia social de la época.

La novela se tradujo al castellano (una traducción que en sí misma era una hazaña, dado el neolenguaje que usaban los jóvenes) y a otras lenguas a consecuencia del éxito de la película. Burgess lograba llevar a la caricatura inteligente los juegos de palabras de Joyce (“Ulyses” (1922) y “Finnegans Wake” (1939) y la inventiva sexual culterana y escandalosa de Nabokov (“Lolita”- 1955). Lo que en Nabokov y Joyce era la palabra como acicate sexual y operativo, en Burgess era la música, principalmente Beethoven.

El caldo de cultivo de la distopía de Burgess no estaba motivado por razones políticas como “1984” de George Orwell (1948), o filosóficas y sociales como “El mundo feliz” (1932) de Aldous Huxley, sino por la cultura social emergente de las nuevas tribus juveniles que despertaban tras la II GM y comenzaban a vislumbrar un mundo más permisivo y con menos escasez y miseria. Desde los “Teddy Boys” a los “Mods”, los “Rockers” y los “skinheads”, la subcultura juvenil buscaba su decálogo de libertades y su código de señas de identidad, ya fuesen las motos, los coches, las melenas o los rapados, la música trepidante, el desenfado en el vestir y en las conductas, unidas a un acceso ilimitado al sexo, el alcohol o las drogas. Y como correlato lógico de todo eso, una violencia entendida casi como celebración orgiástica.

A los 45 años, el profesor de literatura Anthony Burgess, con media docena de libros excelentes publicados, logró capturar el espíritu de los sesenta con “La naranja mecánica”, novela que pasaría a definir un estilo de vida juvenil y cuya influencia aumentaría exponencialmente cuando Kubrick unos años más tarde (por lo tanto sin salir de las generaciones reflejadas) ofreció su particular enfoque de la novela con una película que manipulaba el final de la historia y sus buenas intenciones pedagógicas y éticas. Burgess protestó ante Kubrick por esas omisiones y terminó rechazando su obra, amargado por el mimetismo violento que suscitó en los jóvenes de esos años (lo cual también salpicó a Kubrick, que terminó pidiendo a los distribuidores de la película que la retiraran de la exhibición pública).

Unas décadas más tarde el mensaje vitriólico –aunque redentor– de la novela y sobre todo la maldad gratuita de la película, que no reflejaba ese “buen final” del protagonista, fueron completamente absorbidos por la cultura popular posterior, cumpliéndose el axioma: “todo aquello que desafía a una cultura hegemónica capitalista termina por ser convertido en un producto de consumo totalmente banalizado”. La cinta de Kubrick escandaliza ya a muy pocos en estos tiempos, que de una forma curiosa han logrado superar e infantilizar toda la estética agresiva de la película. Los actos vandálicos, la alienación y psicosis colectiva, la violencia destructiva gratuita, las agresiones físicas contra colectivos inermes, ancianos, enfermos, deficientes mentales o los sexuales, mujeres, personas homos y heterosexuales, la destrucción de bienes públicos y privados, la adicción al alcohol o las drogas y sus efectos, forjan una problemática que ha pasado del esteticismo brutal ejercido bajos los mágicos sones de Mozart, Bach y Beethoven que vimos en la película, al más sórdido día a día de las páginas de sucesos o los telediarios en nuestras grandes megalópolis.

Ni siquiera al actual argot juvenil apocopado de las redes es demasiado diferente de la jerga adolescente de Alex- el protagonista de la novela, un chico de 15 años- y sus “drugos” (amigos y cómplices), forjada por Burgess, que combinó vocablos rusos y rumanos con el barriobajero “slang” británico y el comportamiento violento, al estilo de los “skinheads” o el “hooliganismo” de los 70 y 80.

Kubrick pretendió realizar algo que entendía como “una sátira social, un cuento de hadas sobre la justicia y el castigo, y un mito psicológico”. Lo cierto es que logró escenas icónicas en la historia del cine, como las acciones de violencia, sexo y mutilaciones, inmersas en las notas musicales de Rossini, Mozart, Bach o Beethoven y movimientos estilizados como danzas. La sátira social no tuvo efecto alguno, la justicia y el castigo se han convertido, hoy más que nunca, en un cuento de hadas y el mito psicológico ha dejado de serlo, renaciendo en forma de realidad en una versión universalmente extendida.

En la novela, las andanzas descerebradas y “ultraviolentas” de Alex y sus “drugos” (compinches) tienen su castigo pero también su redención: en la última parte del libro (que fue excluida de las primeras ediciones para los Estados Unidos). Alex abjura de su pasado brutal y decide integrarse en el normal desarrollo de una vida pequeño burguesa entre las coordenadas del trabajo remunerado y de la constitución de una familia. E incluso lleva en el bolsillo una foto de un rollizo bebé, “que parece estar diciendo ‘gugú’”. Cosa altamente improbable y un poco ridícula: se nos propone que el sádico Alex se ha convertido en un ser angelical y cursi… a los 18 años. Aquí la formación religiosa de Burgess le ha jugado una mala pasada.

Sin embargo, el toque genial de Burgess es transformar a Alex, ese líder demoníaco que hiere, golpea, roba, viola, destroza y asesina –y disfruta psicopáticamente de ello– en un adorador extático de la música clásica en sus más preclaros maestros. El tipo siente la misma jubilosa atracción por la maldad sin cortapisas como por las notas de Mozart o Beethoven. La descripción de lo que siente Alex al escuchar un concierto de Bach, es precisa y brillante: “Los trombones crujían como láminas de oro bajo mi cama y detrás de mi golová (cabeza) las trompetas lanzaban lenguas de plata y al lado de la puerta los timbales me asaltaban las tripas y brotaban otra vez como un trueno de caramelo. Oh, era una maravilla de maravillas”. Esa descripción suena más a Joyce que al brutal sonsonete de la “ultraviolencia” de las cincuenta páginas anteriores, en las que Alex, “vuestro humilde narrador” y sus “drugos” han robado, herido, luchado y violado a ritmo de claqué o de la música de “Bailando bajo la lluvia”. Antes de acabar la primera parte, Alex mata a una anciana rica en su casa y es detenido por la policía, tras ser traicionado por sus compinches.

Este maridaje entre la Bella –la música clásica– y la Bestia, violenta y sanguinaria, podría tomarse como una trasposición literaria y simbólica de algo muy vivo en la época en que se publicó la novela: el estupor y rechazo que producía la asombrosa coexistencia entre la alta cultura (música, arte, literatura) y la barbarie sistemática y burocratizada del III Reich. Quizá Burgess no tenía esa intención, pero muchos analistas de su novela han comentado ese paralelismo.

Para buscar un equilibrio (que luego rompería en la tercera parte) Burgess comienza la segunda con la estancia de Alex en la cárcel y su hipócrita comportamiento de sumisión bajo el que latían acentuados deseos de violencia y destrucción. Y aquí nuestro autor nos propone una visión “legal” de la violencia que proviene del Estado. Por una promesa de indulto, Alex acepta encantado que se le aplique una radical terapia de choque que a través de proyecciones de escenas de ultraviolencia –tan amadas por Alex– y de administrarle drogas reactivas y mantenerlo forzado sin poder evitar las imágenes, logran una brutal aversión física (ojo, no mental) a un simple amago de violencia. La nota hábil de Burgess consiste en hacer que el fondo sonoro de esas imágenes convertidas en aversión dañina, sea la música de Beethoven. Alex grita: “Usar de ese modo a Ludwig Van… Él no hizo daño a nadie. No hizo más que escribir música”. Escuchar esa música también le provoca náuseas y malestar insufrible. Alex no resiste eso y trata de suicidarse tirándose por una ventana.

En la película, Alex es “reconstituido” y acaba planeando nuevas maldades. En la novela, se convierte en un blando y virtuoso ciudadano que lleva la foto de un bebé ajeno en el bolsillo. Incluso su afición a la música clásica se ha decantado por “lo que llaman lieder, solo una voz y un piano, muy tranquilos y tiernos”. Quizá como dice Martin Amis en “El roce del tiempo”, “Burgess sabía que algo fallaba en ese final: Alex es un adolescente y los lectores son adultos y pueden soportar perfectamente que alguien no se regenere”.■


FICHAS

LA NARANJA MECÁNICA.-Anthony Burgess.- Trad. Aníbal Leal. 166 págs.- Editorial Minotauro.
EL ROCE DEL TIEMPO.- Martin Amis. - Trad. Jesús Zulaika. 415 págs. Ed. Anagrama

Alberto Díaz
Periodista, Psicólogo y Crítico literario
charlus03@yahoo.es
 

 


No hay comentarios:

Publicar un comentario