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1992: El año de los prodigios
Una década después de la aplastante victoria del PSOE en 1982, y tras años de desindustrialización y cultura del pelotazo al dictado de Bruselas, se celebraron las Olimpiadas de Barcelona y la Expo de Sevilla junto con los festejos del V centenario del descubrimiento de América. Fastos que produjeron una resaca socioeconómica digna de las mejores bacanales romanas.
“No importa de qué color sea el gato”, dicen que le dijo Deng Xiaoping a Felipe González, “lo importante es que cace ratones”. Lo demás, le vino a aclarar, es viento, polvo y papel. Y con esa frase, tan pragmática como la China que él mismo alumbró, se volvió González a España, más dispuesto que antes, que ya es decir, a que el gato se hinchase a comer lo que fuera, ya comida basura, ya chuletones al punto socialista. Porque lo importante, después de la huelga general del 14 de diciembre de 1988, era que España llegase a la efeméride de 1992 como el país moderno por antonomasia, europeo y europeísta, como le quería Ortega, cruzado de líneas de alta velocidad, adosados en la costa del mar y autopistas o cuentos de la lechera. Si Lenin definió el socialismo como la suma de los soviets y la electricidad, González lo redefinió como la multiplicación de los dividendos por plazas de funcionario y derechos civiles.
Ciertamente, su acción de gobierno fue desde el principio un mejunje de expansión del Estado del bienestar y crecimiento según el capitalismo tardío. Crecimiento a crédito, desindustrialización para encajar en el papel subalterno que Europa le exigía y reparto de lo que se pudiera, en cualquier caso no mucho, pues las clases dominantes, tan castizas y patrioteras, se han preciado siempre de birlar al fisco lo que le correspondería recibir a las clases trabajadoras por aquello de la plusvalía, tan marxista y tan doliente que el socialismo en el gobierno iba a preferir no levantar ampollas señalando semejante agujero. Nada, por otra parte, que pudiese evitar el célebre Libro Blanco de Miguel Boyer y de Carlos Solchaga, los dos grandes ministros de economía del gobierno de González, ambos dos liberales, ambos dos recelosos de cualquier medida que pudiera confundirse con el marxismo, que, recuérdese siempre, fue abandonado en los años setenta cuando González y Alfonso Guerra decidieron que solo había enemigos a su izquierda.
Así las cosas, tras una victoria aplastante en octubre de 1982, el PSOE puso en marcha su plan de modernización social, cultural y económica, que transformó España e hizo lo que la derecha no hubiera podido hacer de ningún modo, esto es, completar el proceso de ajuste necesario a lo que la Comunidad Europea demandaba. Desindustrialización, oposiciones a funcionario, recortes en la producción agropecuaria y cultura del pelotazo fueron las señas de identidad del más moderno de los gobiernos de Europa. Una vez en el poder, el PSOE aprendió a decir donde dije digo, digo Diego, y a comprarlo todo con su enorme chequera, sustentada por el BOE y el dinero europeo, que, a partir de 1986, iba a hacer de España una tierra de promisión en la que forrarse, según Solchaga, era lo más fácil del mundo. Ni siquiera el tremendo referéndum sobre la permanencia en la OTAN (1986) rompió el hechizo. González sacó otra mayoría absoluta y ganó el plebiscito de aquellas maneras tan suyas, tan de Filesa y de Roldán, tan de García Damborenea y Corcuera.
Y es que, por mucho que Guerra dijese que a España no la iba a reconocerla ni la madre que la parió, la verdad es que, visto el periodo del gobierno socialista desde la perspectiva de la historia, las cosas no cambiaron tanto como sus protagonistas pensaban. Lo que sí cambió para siempre fue la fuerza de los sindicatos y de las asociaciones de barrio, laminadas por la estrategia socialista de vaciar las calles y cubrir con la Movida y el neón importado el vigoroso cuerpo social que había forzado la Transición hasta donde había ésta llegado. La imponente huelga general de 1988 no fue el principio de nada, sino el final de una época gloriosa, la de los vecindarios y los sindicatos de clase, que no supieron, o les dio miedo, golpear el hierro cuando estaba ardiendo al rojo vivo, y el gobierno, con todo el apoyo de la prensa y de la intelectualidad pensante, contraatacó con fastuosos centenarios de reyes, juegos olímpicos y exposiciones universales.
Entonces, a González se le acabó poniendo cara de Carlos III, el mejor, decía la propaganda, alcalde de Madrid y eximio representante del despotismo ilustrado, el modelo de gobierno de los que pisaban moqueta en La Moncloa. Su cara de tahúr de crucero y pícaro sevillano hicieron el resto. Abocado a la miseria cotidiana de la gestión de la inflación y el paro, que amenazaba con escalar como un sarampión en cualquier momento, González lo apostó todo a ser una luminaria internacional y a cumplir con la función de cerrar la Transición y situar a España en la órbita política de los países de la OTAN. En 1989, debido a los azares de una carambola parlamentaria, González retuvo su mayoría absoluta por la mínima. La próxima jugada se alzaba en el horizonte como la meta de una carrera meteórica: la creación del IBEX 35 y el V centenario del encubrimiento de América y la conquista de Granada, por un lado, y por otro, los JJOO y la Exposición Universal de Sevilla, dos pelotazos que retumbarían como un milagro en el Reino y mostrarían al mundo que España estaba, de nuevo, a la vanguardia de los logros y de las miserias de ambos mundos. Después, cuando toda la inversión computase como deuda pública, vendrían más recortes en el gasto, en el cálculo de las pensiones y en la calidad del trabajo. Y qué otra cosa podemos hacer, se encogería de hombros el presidente con quienes estaban en su bodeguilla y en su secreto, si los ratones no saben lo que es bueno para ellos.
Milagros y pelotazos son todo uno
Desde los orígenes del Estado liberal, allá por los tiempos de María Cristina y la Reina Castiza, la Corte ha sido una feria de milagros y cuervos, inciensos y gafas ahumadas, corruptelas menudas y saqueos a mansalva. El franquismo, que no tenía Corte propiamente dicha, pero sí el tufo funerario y gris que despedía El Pardo, fue un régimen que concibió España como lo habían hecho las clases altas hasta ese momento, esto es, como un botín de guerra. La corrupción durante la dictadura, especialmente cruel y violenta en esa posguerra infinita que descuajeringó lo que había implicado la II República, fue sistémica y tácitamente aceptada. Para esto la coalición golpista de julio de 1936 había librado una guerra.
En este periodo se enriquecieron los de toda la vida más unos cuantos arribistas, que aprovecharon los servicios prestados al bando rebelde para amasar fortuna y crear algunas de las empresas más fieles a la cruzada y al sol que más abrasaba. Hoy en día, en un ejercicio de cinismo descarnado que no cesa, los vástagos de estos emporios, forjados al calor de la masacre y el saqueo de los años de 1940, sacan pecho en el parqué madrileño y dicen haber empezado, como todos, desde cero, cuando, en puridad, obraron el milagro de los panes y los peces con el trabajo esclavo republicano, los salarios de hambre y la tinta mágica del Boletín Oficial del Estado. La cultura del pelotazo socialista, por tanto, no salió de la nada. Bien al contrario, fue hija de su tiempo y de una asentada tradición de explotación y parasitismo del Estado definido por el pillaje y la prevaricación, el cohecho y la rapiña, el acuerdo forjado en el asador y las risotadas en el palco de honor del Bernabéu.
1992: malos tiempos a pesar de los festejos
Saliendo de esa cueva y de la estanflación de los años setenta, España se encontró gobernada por un partido socialista que había prometido hacer muchas cosas y luego se desdijo de casi todas. Obedecer la naturaleza para gobernarla es un viejo consejo de Francis Bacon que los ministros de economía socialistas iban a llevar a rajatabla. Solchaga, más bronco y pagado de sí mismo que el pensador inglés, bajó la cabeza ante los datos para hacer de España un escaparate y un gran pelotazo. Pudiera ser que las revoluciones hubiesen terminado y los cielos se hubieran cerrado, pero aún quedaba un sistema en pie que abría mercados y exponía el planeta a sus milagros y prodigios. Y así se llegó al quinto centenario de un mito que no se dio nunca, y en el ínterin el Reino se corrió una monumental parranda de efemérides y ferias que pusieron el presupuesto del Estado a la parrilla y a España, dijeron entonces, en el mapa.
Conociendo como venía la tela de marcada por la caída del muro de Berlín y el atlantismo de bajos impuestos, recortes del gasto social y altos tipos de interés, Solchaga la defendió con bravatas de soberbio y lejía. Si después tenía que meterse la tijera, pensaba, se metería sin contemplaciones, como se había hecho con las industrias y los astilleros. Pero ahora era el momento era de hacer lo que habían hecho otros antes que él, como Primo de Rivera o el sistema de la Restauración: tirar la casa por la ventana en una Exposición Universal y en un sarao de antología. Sin embargo, el latón, por mucho que se le frote con billetes es negro y se le contemple con rezos de trujimán laureado, no se convierte en oro ni en crecimiento económico sostenible. El capitalismo triunfante, pasado el susto de a quién se le iba a entregar el arsenal nuclear soviético cuando la URSS se desmontó en diciembre de 1991, quería desbocarse como los vicios, el crédito y el tráfico de armamento, uno de los negocios más lucrativos de la década de 1990, la del fin de la historia y el descorche del optimismo liberal progresista. El ser humano era, se anunció entre la euforia y el cinismo, egoísta y pecaminoso, por lo que necesitaba un sistema capaz de satisfacer sus apetitos y una religión comprensiva para perdonarlos. Y más en este contexto en el que las cartas venían mal dadas debido a la embolia que había sufrido la economía japonesa y a los ataques especulativos contra las monedas europeas.
Los datos, por tanto, no eran buenos, y el tiempo de la lírica y el puño alzado parecían de otro siglo. En un mercado dopado por la inversión pública y los pelotazos, España logró esquivar el primer derechazo, esto es, la caída del mercado inmobiliario japonés. Pero las cifras, que sirven para engañar a otros, no engañaron a quien más engañaba. La inversión en el AVE, los JJOO y en la Expo, entre otros fastos de la modernización desatada, disparó la deuda pública en veinte puntos, sí, pero evitó durante unos años que el desempleo volviese a arder eterno como los pozos de petróleo del Kuwait liberado. En Europa podía gobernar la socialdemocracia, pero el atlantismo reaganita no solo imponía la política exterior al espacio de la OTAN, sino que también marcaba las directrices generales de la política económica. El camino hacia el siglo XXI no era ya el keynesianismo, destruido por la estanflación de los setenta, sino el neoliberalismo, cuyo principal objetivo no era el pleno empleo y la sostenibilidad del Estado del bienestar, sino la rapiña en un mundo de industria deslocalizada y pérdida progresiva de la capacidad de los Estados para garantizar los derechos socioeconómicos.
Terminadas las obras de la Expo poco antes del comienzo de la parranda, la crisis económica serpenteaba a la espera de que las luces se apagasen y España quedase a oscuras. Detrás de los esteroides asomaba un paro del 20 por 100 de la población activa y un déficit del 6 por 100. El crecimiento, pasado el pelotazo, se iba a quedar en nada. González, dedicado al estrellato internacional y a la posteridad, preguntó desde las alturas, y Solchaga, como hemos dicho, preparó la podadora. Desaparecido Alfonso Guerra como contrapeso retórico al liberalismo económico, el ministro se ajustó el delantal para la próxima matacía de los datos y las cifras. El tratado firmado en Maastricht así lo exigía, y Solchaga, de sangre caliente y mecha corta, no se iba a andar por las ramas. La inevitable huelga, convocada para mayo contra el recorte en prestaciones por desempleo y contra una ley de huelga hecha a medida del empresario, no le asustó lo más mínimo. Apostó a que sería pasto de la policía, la prensa y el miedo de los sindicatos tanto al fracaso como al éxito. Una vez inaugurada la Expo el 20 de abril, el año ardería como una falla y después no habría nada, salvo recortes y renuncias.
Pero nada de esto se dijo a las claras ni se quiso oír en un año que celebraba la creación de un sistema mundial -el capitalismo- mediante la conversión de un continente -América- en objeto de rapiña. Nada se quiso ver, tampoco, de la quema del parlamento regional de Murcia, donde la desesperación cocinada a fuego rápido por la reconversión industrial había provocado que los astilleros se quedasen mirando un horizonte vacío de estrellas. Nada, ni apenas nadie, quiso saber cuántos trabajadores lo habían perdido todo, cuántos palos recibieron en sus protestas y cuántas llamas devoraron la asamblea regional aquel febrero previo a la más grande de las fiestas. No se oyó nada porque España estaba de farra, y no era tiempo de tragedias obreras y lágrimas cargadas de amargura y de tinta, sino de vacaciones y segundas viviendas, de ferias y parrandas sufragadas a escote y a crédito de las generaciones venideras.
Y así, después de los habituales pelotazos que desahuciaron manzanas enteras y reorganizaron una ciudad conforme al beneficio de las promotoras inmobiliarias, el rey inauguró en Sevilla la Exposición Universal, que pegó a Curro en las carpetas y puso la ciudad a disposición de las bocas más anchas y húmedas. Prodigios incontables se mostraron en la Cartuja y en otras ciudades; se construyeron bulevares y parques a nombre del padre de la patria, Juan Carlos I; se construyeron carabelas que replicaron a las colombinas y se forjaron bolas del mundo, fuentes y arroyos, edificios mágicos y norias que hicieron las delicias de los peques y las constructoras. Y, finalmente, el mayor de los prodigios, ese pájaro de metal y fuego, el AVE, que voló a ras de tierra uniendo Madrid y Sevilla en tres horas escasas. Como en los mejores años de la Reina Castiza o la de los Tristes Destinos, todos los que eran algo en la Corte se dejaron ver poniéndose de puntillas, desde el propio rey hasta el presidente de la Junta de Andalucía, Manuel Chaves, guerrista cuando tocaba, adicto a lo que hiciera falta entonces, siempre y ahora. No estaba, sin embargo, el ministro de transportes José Barrionuevo, abrasado en la hoguera de la prensa y sustituido por Josep Borrell, un ingeniero de mirada vidriosa, maneras refinadas y soberbias, técnico en casi todo lo que puede serlo una persona.
Barcelona, otro pelotazo
No fue el sevillano, ni mucho menos, el único gran pelotazo. Antaño gótica y decadente, Barcelona resucitó para disputarle a Madrid la representación de la península en el mundo. Los Juegos Olímpicos, en los que se gastó el misterio y se quemaron todos los ditirambos sobre el ascenso de España a los cielos, cambió la ciudad para siempre. Puesta a disposición de las inmobiliarias y del turismo, Barcelona ofrecía, al decir de Juan Antonio Samaranch, un antiguo franquista incrustado en la presidencia del COI, los mejores juegos de la historia, lo que, teniendo en cuenta la breve historia de este negocio, no implicaba decir mucho ni demasiado.
Consciente de su papel, la Corte se desplazó a Barcelona con su gracejo habitual y su campechanía de leyenda. El heredero, joven y borbónico sin gracia, llevó la bandera en el desfile como quien lleva una pica y saludó a las infantas, que, emocionadas por la fe monárquica del estadio, lloraron, ellas también, muy campechanas. De las cacerías dieciochescas a la pasión deportiva por los yates y las regatas hay un trecho, pero no es tan largo como se antoja. El llamado pueblo, el que no sufría en las dependencias del Estado ni acababa en la cárcel por declararse insumiso al servicio militar, aplaudió a rabiar el evento y, envuelto en la bandera, disfrutó del espectacular encendido de la década y del pebetero.
Al terminar la farra, sin embargo, varios Estados europeos fundieron a negro sus monedas y sacaron la carta de ajuste. Fuera de servicio, rotularon. El Sistema Monetario Europeo, tentativa y proyecto de moneda común, saltó por los aires ante un gigantesco ataque contra la libra esterlina y las monedas más débiles del continente. La devaluación, del 5 por 100, fue obligada. El cañón del Banco de España, que fundió buena parte de sus reservas en moneda extranjera, disparó tratando de contener la caída. Pasado el 12 de octubre, antiguo día de la Raza, ahora día de la Hispanidad, se ejecutó otra devaluación, esta vez del 6 por 100. A pesar del nuevo relato de modernidad a espuertas y éxito a chorro, que sustituía al tradicional lamento sobre el ser trágico de España, el Reino que abrió un continente al mundo, y el mundo al capitalismo, sin ser él mismo capitalista en su momento, era un pelele en manos de cualquiera que tuviera un saco de dólares o de marcos alemanes. El correctivo para el orgullo estaba ahí para quien quisiera verlo. Dentro del arco parlamentario, solo Julio Anguita señaló esta Luna, y todos se lo quedaron mirando como se mira a un trastornado aguafiestas, y por ello trataron de arrancarle el dedo y de echarlo enterito a los perros de la prensa.
Guardados los prodigios, y lleno el suelo de cascotes, palillos y servilletas, la España que se fascinaba y temblaba con la matanza bíblica de Puerto Hurraco y el crimen machista de Alcácer pasó a celebrar la caída de los dioses y las divas mientras perdonaba a sus evasores fiscales. Era ésta la España que se creía quijotesca pero no pasaba de Sancho Panza; que escupía sobre la insumisión de unos cuantos, pero pedía prórrogas sin cuenta para seguir haciendo lo suyo, fuese lo que esto fuera; que aspiraba a una urbanización en el extrarradio, con su adosado y piscina, pero negaba el refugio a quien lo necesitaba; que lloraba con la Marcha Real, pero abominaba de la autodeterminación de los pueblos de la península ibérica; que negaba que el parlamento de Murcia hubiese ardido y la policía hubiese dado palos hasta a los santos y las vírgenes; que, transmutada en hortera, restregaba en la cara del vecino unos billetes devaluados que ni le sobraban ni valían lo que ella pensaba; que, al borde de la realidad o la pesadilla, era, en definitiva, incapaz de mirar al otro lado del muro levantado por las miserias de los pelotazos y de las risas fiadas al crédito del Viejo Mundo, que, en este punto, se daba la mano con el Nuevo para hacer de España el mejor lugar para hacer negocios y uno de los peores para el pleno empleo y los derechos socioeconómicos. Y qué otra cosa se puede hacer, se empezó a decir tal y como quería González, si no hay alternativa. Que pague el futuro, se festejó desde la prensa y desde el gobierno, y que viva Maastricht y la década, ya no el año, de los prodigios y del fin de la historia.■
Bibliografía
López Carrasco, Luis, El año del descubrimiento, 2020. Documental.
Soto Carmona, Álvaro y Mateos, Abdón (dir.), Historia de la época socialista, 1982-1996, Madrid, Editorial Sílex, 2013.
Miguel Ángel Sanz Loroño
Doctor en Historia
marxenelaula@gmail.com
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