La posición de Ucrania entre la Unión Europea/OTAN y Rusia así como su acceso al Mar Negro hacen de este país un espacio geoestratégico de primer orden. |
Rusia y Ucrania: la dictadura de la geopolítica1
Los entresijos de las relaciones entre Rusia y Ucrania se retrotraen a la Rus de Kiev, la federación de tribus eslavas establecida en torno al siglo IX que abarcaba desde el Báltico hasta el Mar Negro. Y ahora Ucrania se ha convertido en una ficha dentro del tablero geopolítico que unos y otros han intentado utilizar sin importar las consecuencias para el pueblo ucraniano.
Es ya tradicional en el estudio geopolítico considerar que en Eurasia se juega la partida del mundo. Dentro de esta plataforma continental, la Federación Rusa ocupa el espacio central. Rusia no es, por tanto, un Estado menor, que es tal y como la han tratado Estados Unidos y la Unión Europea desde hace tres décadas. Por otro lado, la economía de Rusia funciona a trancas y barrancas. Su producto interior bruto no es más fuerte que el italiano. Su gasto militar es equiparable al de Francia y es diez veces menor que el de Estados Unidos. Pero en geopolítica, la fuerza no se mide solo en términos de PIB, sino de historia, reservas de recursos y espacios de influencia. Por ello, esto que se llama Occidente, un término que encubre las diferencias entre Estados Unidos y Europa, debería reconducir su forma de (mal)entenderse con Moscú a partir de tres rasgos que hacen de la Federación Rusa un actor importante: (1) su arsenal balístico y nuclear, (2) su dotación para la guerra cibernética y (3) las inmensas reservas de gas natural que atesora su territorio. Por si esto fuera poco, Rusia es heredera de uno de los cinco asientos permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, lo que fuerza a tenerla en cuenta a no ser que la Casa Blanca quiera convertir Europa en un campo de sanciones y de batalla.
Y es que, digan lo que digan ciertos expertos y cierta prensa, Rusia entra en Europa y es parte de ella. Otra cosa es que la UE carezca de una política exterior propia y se busque la ruina adoptando la norteamericana, cuyo interés principal radica, principalmente, en impedir que la plataforma continental se asocie de alguna manera (Europa-Rusia-China). A ello ha dedicado sus esfuerzos desde que Nixon pisase China en 1972 y ha continuado con ellos desde el fin de la Unión Soviética. Ciertamente, la Casa Blanca ha venido sembrando cizaña con sucesivas ampliaciones de la OTAN desde el mismo momento en que Gorbachov tiró la toalla. Estas ampliaciones, que meten una cuña norteamericana en Europa, son en verdad un cerco a Rusia, y mal haríamos en ver algo inocente en ellas. Y es que, desde la campaña napoleónica de 1812, la guerra civil instigada por las potencias imperiales (1918-1920) y la Gran Guerra Patria (1941-1945), Rusia se ha sentido amenazado por las injerencias y las bases de Estados Unidos y de Europa, siendo el periodo de la Guerra Fría el ejemplo más claro de que no es solo una paranoia moscovita.
Pero la Guerra Fría acabó hace más de treinta años, podría decirse, y se diría bien. Efectivamente, este periodo concluyó cuando Gorbachov le puso fin, no cuando Estados Unidos cantó barras y estrellas en el discurso de la victoria. Sin embargo, lo que no terminó en 1991 fue la dictadura de la geopolítica, que genera unos intereses espaciales que la URSS heredó del Imperio zarista, y la Rusia actual ha heredado de la experiencia soviética, de la caótica década de 1990 y del nacionalismo ruso de corte neozarista. Por ello, el conflicto entre Occidente y Rusia no es un choque ideológico de sistemas sociales, como sí lo fue en esencia la Guerra Fría, sino un tradicional contencioso regulado por los principios de la geopolítica.
Para entender el choque actual, es preciso recordar que Rusia, secularmente dividida entre su alma “eslava” y su alma “occidental”, lo intentó todo entre 1992 y 2008 para acercarse a Occidente, y no obtuvo más que deuda externa y desplantes diplomáticos. Y es que, desde el mismo momento en que Estados Unidos se vio sin su rival histórico, Washington trató de forma paternalista y despectiva los intereses geopolíticos y el sentimiento nacional de Rusia. Ésta, inmersa en el calvario del periodo Yeltsin, cedió en todo lo que Estados Unidos le exigió, y aún después de los atentados de las Torres Gemelas, Moscú no buscó la confrontación directa. Al contrario, firmó lo que le puso Estados Unidos por delante con la esperanza de entrar como socio comercial y militar de Occidente en pie de igualdad. En lugar de eso, la OTAN avanzó hacia sus fronteras y Occidente la trató como al primo pobre y barbárico del pueblo al que se invita al G7 para tenerlo entretenido.
Con estos antecedentes, tarde o temprano la inquietud rusa por su espacio de seguridad y su orgullo nacional habría de resurgir con fuerza. Tras quince años de verse entrampada en la deuda externa y el caos surgido de la desintegración soviética, el alza del precio de las materias primas y la vuelta a la estabilidad bajo el gobierno de Vladimir Putin, Rusia cambió de dirección y declaró por la vía de los hechos en la guerra de Osetia del Sur (Georgia) que hasta ahí se había llegado. Por ello, el actual conflicto que tiene lugar en Ucrania, en el que hablan Vladimir Putin, por un lado, y el presidente de EEUU, por el otro, pero no el presidente de Ucrania, al que en nuestras pantallas ni le hemos visto el pelo, no tiene que ver con Ucrania como país soberano, sino con lo que significa Ucrania para Rusia y lo que vale esa casilla en la partida que se juega sobre ella. No se trata, en definitiva, de si Ucrania es o no es un país libre, sino si la OTAN puede seguir cercando la Federación Rusa desde el Báltico hasta el Cáucaso y más allá incluso, hacia el área prohibida de las repúblicas centroasiáticas. Ahí es donde el valor estratégico, simbólico y sentimental de Ucrania fuerza a Rusia a no retroceder un centímetro. Bien al contrario, es probable que Rusia amplíe su frontera por las bravas afirmando, para justificarse, defender la seguridad de las regiones prorrusas como ya hizo en Crimea en 2014. Porque Ucrania bien vale para el nacionalismo ruso una misa, unas sanciones o una guerra.
Ucrania: el nombre de la discordia
Los ucranianos y los rusos comparten una etnia, la eslava, y una religión, el cristianismo ortodoxo. Desde una óptica occidental, diferenciarlos puede resultar una tarea complicada. Pero más difícil todavía es para el nacionalismo ruso aceptar que Ucrania es un Estado soberano, en lugar de “la” Ucrania de antaño, expresada con ese determinante que la señalaba como una provincia del Imperio, no como una nación igual que la rusa. Y esa confusión aumenta cuando nos retrotraemos al nombre original de rusos y ucranianos, esto es, a la Rus de Kiev, la federación casi mítica de tribus eslavas establecida en torno al siglo IX y disuelta por la invasión mongol de mediados del siglo XIII. Esta Rus de Kiev abarcaba una franja de territorio que iba desde el Báltico hasta el Mar Negro, pasando por Polonia y Rusia occidental. Una vez arrasada por los mongoles, el terreno atravesó diferentes configuraciones políticas que terminaron por diferenciar nominalmente a los “rusos” (asociados a Moscú y al Zarato moscovita instaurado por Iván el Terrible) de los “rutenos”, es decir, lo que hoy llamamos ucranianos. Andando los siglos y los conflictos, el zarato moscovita acabaría por integrar en su imperio la mayor parte de la antigua Rus de Kiev, acaparando definitivamente para los rusos el nombre de “Rus”, y aceptando más tarde para Kiev y sus alrededores el de Ucrania.
Lo que significa Ucrania es incierto. Al parecer, su traducción más fiable es “tierra de frontera”, lo que es un indicio del origen externo del nombre, ya que no es común que un pueblo se ponga un nombre que, en esencia, alude a su lejanía respecto de un supuesto centro. Lo que sí sabemos es que el término Ucrania tardó en registrarse en Europa, ya que las cancillerías solían denominarla como Rutenia. Sea como fuere, Rusia y Ucrania descienden, y dicen descender, de un mismo origen, y esto ayuda a entender sus historias entrecruzadas y conflictivas. Renunciar a una asociación con Ucrania fue lo que dio el golpe de gracia a la Unión Soviética y dejó en estado catatónico a Gorbachov a finales del otoño de 1991. Y, si no se entiende esta relación simbólica, no se entenderá el discurso nacionalista del Estado ruso.
Ucrania y Rusia: entre el abrazo del oso y el adiós a la francesa
Para el nacionalismo ruso, por tanto, Ucrania es similar a lo que Kosovo representa para el nacionalismo serbio: la cuna de su patria. Esa patria es actualmente un país soberano de 600.000 km2 y 42 millones de personas. No es un país, por otra parte, caracterizado por una democracia transparente ni por una economía diversificada y fuerte. De hecho, es uno de los Estados más pobres de Europa, a pesar de las fantasías con las que los ucranianos suelen figurarse sus fabulosas riquezas.
Es cierto, por otra parte, que Ucrania fue el granero de Europa y de parte de América durante diversos tramos del siglo XIX, y también el de la Unión Soviética durante el siglo XX. Hoy en día, de hecho, sigue siendo un productor de trigo considerable. Es, también, una alfombra por donde la Wehrmacht penetró en la URSS en 1941 y por donde Rusia teme que pueda entrar la OTAN hoy en día. En su parte oriental, moteada de un buen porcentaje de población rusa, se habla el ruso como idioma habitual pero no oficial, ya que Ucrania no lo considera como tal. Esta zona es la industria de Ucrania, y está asociada sentimental y económicamente a Rusia hasta el punto de mostrar un fuerte malestar con Kiev, por un lado, y con el oeste prooccidental y rusófobo, por el otro.
La llanura ucraniana se extiende hasta el Mar Negro, un lugar relativamente rico en petróleo. Por su planicie es sencillo trasportar el gas ruso que consumen Ucrania y Europa. Es decir, Ucrania es un pasillo energético de vital importancia tanto para Rusia como para la UE. En el Mar Negro tenemos la península de Crimea, que es donde tradicionalmente veraneaba todo ruso que pudiera permitirse el dispendio, ya en el zarismo, ya en el periodo soviético. Es, también, donde se sitúa parte de la flota rusa, una no muy actualizada, ciertamente, pero importante a la hora de tener un puerto en un mar cálido en lugar de en uno helado. Por último, Crimea es un lugar simbólico, especialmente Sebastopol, que resuena en la leyenda nacional rusa como un sitio de sacrificios, asedios y victorias en todas las guerras libradas contra las potencias europeas desde mediados del siglo XIX.
Todo ello hace de Ucrania un punto nodal de conflicto entre Rusia y Occidente. La propia Ucrania, por su parte, suele enarbolar un pliego de agravios frente a Moscú que abarca desde el supuesto robo del nombre de la Rus de Kiev, o la rusificación y colonización que impuso el zarismo, hasta el aplastamiento de las repúblicas ucranianas surgidas al calor de la Revolución rusa en 1917 y el Holodomor de 1933, la gran hambruna provocada por la industrialización estalinista. Esta hambruna, de hecho, se llevó a la tumba a dos millones de personas, y demuestra, a ojos ucranianos, que Ucrania fue tratada como una colonia2. En el lado ruso, por su parte, se tiende a recordar que una buena masa de los ucranianos occidentales no dudó en hacer el saludo a la romana a la Wehrmacht cuando pasó por allí en su camino al Cáucaso. Estos mismos ucranianos terminaron emigrando principalmente a Estados Unidos tras la guerra, donde tejieron una comunidad sólida e influyente dedicada al hostigamiento de la Unión Soviética, que tenía, a su juicio, sojuzgada a Ucrania.
Ciertamente, Ucrania fue incluida como provincia del Imperio zarista y, tras ser derrotadas sus distintas repúblicas al término de la guerra civil rusa (1918-1920), se constituyó como miembro fundador de la URSS bajo el nombre de República Socialista Soviética de Ucrania. La solución federal propuesta por Lenin, de la que Putin ha abjurado en repetidas ocasiones, reconocía a Ucrania como una república en pie de igualdad a la rusa, y le daba una entidad y un contorno geográfico -el actual- que no había tenido hasta entonces. Pasado el periodo estalinista que la dejó en los huesos, la nomenklatura ucraniana llegó a un pacto con la rusa: se aceptaba la integración a cambio de dos cosas. Por un lado, en Ucrania mandarían los ucranianos. Por el otro, la elite ucraniana podría instalarse en el centro del aparato del PCUS siempre y cuando aceptase el ruso como lengua y la cultura rusa. Y así fue. El clan ucraniano, simbolizado por Jrushchov y Brézhnev, mandó en la URSS desde 1953 hasta 1982. En 1985, Gorbachov, un ruso, llegó al poder y cambió las reglas del juego al desmontar este pacto y enviar a gobernar las repúblicas a personas de confianza ajenas a los tiras y aflojas de las políticas locales. Su afán de transparencia y su lucha contra la corrupción, en otras palabras, alteraron decisivamente el equilibrio en el que se había movido la política del gigante soviético.
Rotos los cauces tradicionales de entendimiento, la república se declaró independiente tras el fallido golpe de Estado de agosto de 1991. Elegido el apparatchik Leonid Kravchuk como presidente del Soviet ucraniano, este mismo Soviet convocó un referéndum de independencia que ganó por goleada: nueve de cada diez ucranianos votaron a favor y se desdijeron de lo que habían votado en la primavera. Pocos días después, las repúblicas reunidas en Minsk decretaron que la URSS ya no existía. Su espacio, afirmaron, debería ser ocupado por la CEI, un organismo que, en verdad, no ha funcionado nunca como sustituto de la Unión Soviética. Cada república, a partir de ahora, iría por su lado y por el lado nacionalista de la historia.
Al choque emocional causado por la desintegración de la URSS, se sumó el provocado por la separación de Rusia y de Ucrania. Crimea, conquistada a los tártaros en 1783 por la Rusia zarista y regalada a Ucrania en 1954 por Jrushchov, quedaba fuera de la órbita rusa. Sebastopol, el veraneo y la flota quedaban varadas en un tiempo pasado, como los misiles nucleares con los que contaba Ucrania y que terminó devolviendo a Rusia a lo largo de la década de 1990. La relación entre ambas seguía siendo obligada, aunque solo fuera por el alto porcentaje de población rusa que se quedaba tras la frontera. Durante esta década, las relaciones no fueron conflictivas, pues ni Kravchuk ni Leonid Kuchma, otro antiguo apparatchik, dejaron de buscar una buena vecindad con Rusia. El gas que Ucrania necesita para calentarse, y para sacar tajada cuando lo traslada a Europa, obligaban a ello. Por esto, accedió a alquilar el puerto de Sebastopol a Rusia y mantuvo en sordina las voces del oeste ucraniano que exigían una ruptura abierta.
Sin embargo, el régimen ucraniano, corrupto y gobernado por exmiembros del PCUS, quebró con la revolución naranja, de corte liberal y atlantista más que europeísta, en 2004. El Kremlin fue manifiestamente hostil a esta revolución y a los políticos surgidos de ella, como Yulia Timochenko, una Juana de Arco lisérgica y estridente, y Viktor Yúshchenko, un hombre tranquilo al que un agente químico o biológico le cambió el rostro para siempre. Temeroso de que Estados Unidos le metiese una cuña más en un momento en el que no hacía sino avanzar una casilla tras otra, Putin volcó su esfuerzo en destrozar las desaforadas y confusas expectativas de la revolución naranja. Su movimiento fue un éxito. El principio de realidad geopolítico y el barrizal ucraniano quemaron a un político tras otro hasta que volvió a la presidencia Viktor Yanukovich, otro apparatchik hecho a todo y en buena sintonía con el Kremlin. Su grupo político, el Partido de las Regiones, se presentó como defensor de los rusos ucranianos (18 por 100 de la población) y normalizador de las relaciones con Moscú.
Su gobierno, sin embargo, fue una sucesión de saqueos e incumplimientos electorales que terminaron en el Euromaidán de noviembre de 2013. Las protestas contra Yanukovich no empezaron por la negativa del presidente a firmar un acuerdo con la UE, sino por la corrupción política. Fue más tarde cuando se añadió este motivo por parte de los ucranianos occidentales, cuyos elementos más derechistas, por no decir directamente neonazis, secuestraron las protestas y convirtieron el Euromaidán en una batalla campal con decenas de muertos causados por incendios y tiroteos. Al año siguiente, Rusia se hizo con Crimea mediante una ocupación militar y un cuestionable referéndum de anexión que ganó contundentemente. Visto lo sucedido en la península, las zonas rusificadas de Donetsk y Luhansk, en la región del Donbás, decidieron no esperar más del gobierno de Kiev y buscar la independencia como paso previo a la integración en Rusia. Sin embargo, las sanciones occidentales por la anexión de Crimea y la falta de valor simbólico llevaron a Vladimir Putin a no poner más tanques sobre el terreno. A partir de ahora, la guerra se llevaría por los medios del gas y de la informática, a menos que el Kremlin viese la posibilidad de hacerse con la zona sin pagar un precio demasiado alto por ello.
La nueva partida de Rusia
Rusia no es una potencia económica. Es un país demasiado grande y lleno de tierras inhóspitas. No es, tampoco, un Estado caracterizado por una sociedad del bienestar o por una democracia transparente. Al contrario. Es un Estado surgido del autogolpe de Yeltsin de octubre de 1993, de la transición al capitalismo acelerada y oligárquica y de las guerras carniceras que llevó a cabo en Chechenia. Pero es, también, un Estado surgido de una nostalgia por su condición de superpotencia. De hecho, la tentación imperial, el espasmo zarista que Occidente dice ver en Putin desde 2008, es uno de los ingredientes electorales que le han llevado a ganar una elección tras otra. Ciertamente, Putin, un exmiembro del KGB, no es tanto el heredero de la política exterior soviética cuanto el alquimista de ciertos elementos de la autocracia zarista y de la obsesión soviética por la integridad de sus fronteras.
Por ello, debemos distinguir dos niveles en la política exterior rusa. En el mundo, Putin defiende el multilateralismo y el juego de la ONU, en el que Rusia tiene derecho de veto. En el antiguo espacio de la URSS, en cambio, el Kremlin se mueve por la protección de la población rusa y la configuración de un cinturón de seguridad que permita desahogar el abrazo que sufre a manos de la OTAN. No es tanto un espasmo imperial, o no lo ha sido hasta ahora, cuanto la vieja obsesión soviética por romper el cerco que la asfixia. Por esta razón ha reconducido su relación con China, rota desde que Jrushchov y Mao se tiraran los trastos y los zapatos a la cabeza. Debido a este respaldo chino, Rusia se siente más fuerte que en las tres décadas anteriores. No aceptará más, por tanto, que Occidente la trate como a un país menor. Y este parece ser el error de la elite prooccidental de Ucrania, cuyo gobierno descubre ahora que no es más que un peón dentro del Gran Juego de las grandes potencias occidentales y también de Rusia. Ésta, de hecho, ha buscado presionar a Ucrania con la construcción de los gasoductos Nord Stream, que dejaría a Kiev sin la relevancia que le otorga ser el pasillo gasístico de Europa. A su vez, la UE ha venido buscando una fuente de gas alternativo en el Cáucaso para presionar a Rusia a bajar los precios y a aflojar la correa con la que tira de Ucrania.
La situación, por tanto, está lejos de resolverse. Al contrario, está pasando a una fase en la que puede ocurrir cualquier cosa, menos la de una colisión directa entre Occidente y la Federación Rusa. Lo que sí sabemos es que éste es un conflicto que puede hacerse perpetuo, o puede caminar hacia la única solución posible, la finlandización de Ucrania. Efectivamente, a nadie en su sano juicio se le pasaría por la cabeza meter a Finlandia en la OTAN. Y a nadie, debemos añadir, se le ocurre pensar por esto que Finlandia es menos soberana que Noruega. Todas las potencias tienen intereses oscuros y todas juegan a la geopolítica. Rusia no es una potencia regional, como lo puede ser Irán. Es algo más que eso. Y ésta no es una historia de buenos y malos con las que Hollywood nos ha suplantado la forma de ver el mundo y nos ha hecho adoptar la visión norteamericana del mismo. Es hora de asumir que ni Rusia es ontológicamente culpable ni Ucrania, por muy débilmente articulada que esté, puede ser despiezada a gusto de la primera. Menos histeria y menos eslóganes, más diplomacia y más realpolitik son la única posibilidad de frenar la dictadura de la geopolítica. Pero a esta hora quizá ya sea tarde. A esta hora, tal vez, la Casa Blanca y el Kremlin ya tienen lo que buscaban.■
1Este artículo fue escrito antes de la invasión de Ucrania ordenada por Vladimir Putin. Con esta operación, que lleva la política al terreno de la guerra, el multilateralismo que decía defender frente al unilateralismo estadounidense salta por los aires. Las consecuencias de esta agresión neozarista para Europa son impredecibles y nada halagüeñas. Los efectos para el derecho internacional y las resoluciones de otros contenciosos fronterizos son peligrosos y preocupantes. Ucrania es un Estado soberano y no debe ser convertido en carne de cañón, por un lado, o en un pastel divisible, por el otro.
Bibliografía
Snyder, Timothy, El camino hacia la no libertad, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2018.
Taibo, Carlos, Rusia frente a Ucrania. Imperios, pueblos, energía, Madrid, Los Libros de la Catarata, 2015.
Snyder, Timothy, El camino hacia la no libertad, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2018.
Taibo, Carlos, Rusia frente a Ucrania. Imperios, pueblos, energía, Madrid, Los Libros de la Catarata, 2015.
Miguel Ángel Sanz Loroño
Doctor en Historia
marxenelaula@gmail.com
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