Afganistán, la guerra interminable
Rehén de su posición geoestratégica, el territorio que hoy ocupa Afganistán ha sufrido desde el origen de los tiempos multitud de invasiones y conquistas que han modelado su compleja realidad socio-cultural. Desde Alejandro Magno a Gengis Khan y Tamerlán, pasando por la invasión árabe del siglo VII y las disputas entre los imperios británico y ruso en el siglo XIX, Afganistán terminó por convertirse en un escenario principal de la Guerra Fría en el último tercio del siglo XX y un protagonista involuntario del comienzo del siglo XXI con el atentado de las Torres Gemelas y la posterior invasión norteamericana que buscó vengar esta afrenta y “democratizar” el país. Afganistán, en suma, vive una guerra interminable en la que su penúltimo capítulo es la espantada de las tropas de la OTAN y la vuelta de los talibanes al poder.
Han pasado más de diez años desde que Carsten Jacobson, un general alemán, se adornase diciendo que la OTAN no se retiraría de Afganistán como lo hizo la Unión Soviética en 1989. Hoy, a pocas semanas de la espantada de las fuerzas lideradas por Estados Unidos y a veinte años del inicio de los bombardeos norteamericanos sobre tierra afgana, estas palabras resuenan como uno de esos versos con los que la Historia no se repite, pero rima. Afganistán era entonces, y sigue siendo, una tierra dura y escabrosa, salvaje e indómita, que ha sufrido una de las guerras más largas de la edad contemporánea (1979-¿2021?). Es un enigma para nuestra mirada occidental, por lo que es precisa una perspectiva generosa y desprejuiciada, basada en la historia y en la geografía. Solo así podremos acercarnos a unas gentes y a unos paisajes cuyos retratos no dejan de sorprendernos, entre otras cosas porque en Afganistán la historia, esa fuerza que arranca vidas de cuajo y provoca tempestades de dólares y de arena, todavía sigue muy viva.
El peso de la geografía
Según relata uno de los mitos fundacionales del país, Alá, después de terminar el mundo, vio que le sobraban muchos restos y decidió formar con ellos Afganistán. El cuento es muy significativo. Afganistán es un país de unos 652.000 km2 de tierra abrupta y brutal, de la que apenas un 12 por 100 es cultivable. Constituida por montañas enormes como mundos, desiertos pedregosos y algún que otro oasis. También es tierra de ciudades de fantasía para la literatura europea, como Kandahar, Mazarif, o Herat, la urbe de los tres mil años de historia. Situado en el corazón de Asia, Afganistán es un cruce de caminos entre oleadas conquistadoras, un corredor o amortiguador de imperios, y, por supuesto, un botín de guerra, tal y como se refleja en la película de John Huston, basada en el libro homónimo de Rudyard Kipling, El hombre que pudo reinar.
Tierra de paso del comercio entre Oriente y Occidente, entre el Mar Arábigo y Asia Central (las repúblicas de la antigua Unión Soviética), y entre Pakistán e Irán, este país ha sido siempre una pieza dentro de un juego más grande, el de la geopolítica. De todos los juegos, el que da inicio a la edad contemporánea en el país es el llamado Gran Juego, esto es, la disputa sostenida durante el siglo XIX entre el Imperio Ruso y el Imperio Británico. Este juego consistió en el intento de Rusia de frenar la expansión de los británicos por Asia y el deseo británico de asegurar las fronteras de la India colonial, que por entonces constituía la “joya de la Corona”. En el desempeño de este enfrentamiento, todos los territorios entre ambos imperios, como lo fue Afganistán, fueron vistos como casillas o peones en el juego de la conquista y la diplomacia mundiales.
Para comprender Afganistán hay que tener en cuenta este Gran Juego, jugado, ciertamente, de distintas maneras y en diferentes fases. La geografía nos da la clave para entender sus reglas. Afganistán es una tierra con sólidos recursos naturales; es también un pasillo necesario para los oleoductos hacia Europa y los gasoductos proyectados desde, por ejemplo, la república de Turkmenistán; y, por último, es un país en el que, desde los años ochenta, se ha consolidado un islamismo rigorista movilizador e inestable, superador de la división por etnias, e inasumible por los Estados dictatoriales del mundo musulmán, aliados tradicionales de Occidente.
Las etnias, por su parte, son fundamentales para comprender la situación pasada y presente. Afganistán es un territorio cortado por el macizo del Hindu Kush. Al norte y al sur de estas montañas las lenguas y los pueblos son muy diversos. En el sur, el pueblo mayoritario es el pastún (el 40 por 100 de los afganos son pastunes). Los pastunes, divididos a su vez entre la rama ghilzai y la rama durrani, se extienden también por la parte occidental de Pakistán, hablan el pashto y unificaron Afganistán en el siglo XVIII. Al norte están los hazaras, que hablan el dari, un dialecto del persa, y descienden en parte de los mongoles. El resto de las etnias son los uzbekos, tayicos y turcomanos. Todos, salvo los hazaras, que son chiitas, son musulmanes sunnitas. El puzle del país, muy simplificado en este párrafo, debe tenerse en cuanta cuando se hable de cualquier solución para el futuro de Afganistán.
Todas estas etnias han implicado en la política afgana a las repúblicas de Asia Central, a Rusia, antes y ahora, y a Pakistán, con quien comparte población pastún y una frontera, delimitada por los británicos en el siglo XIX (la llamada Línea Durand), en sorda disputa. Pero no solo ha sido por las relaciones étnicas por las que Afganistán ha actuado de imán para los países de alrededor. Esta tierra es el corredor necesario para el comercio entre Pakistán y Asia Central. Está, por tanto, destinada a ser objeto de planes externos y de potencias regionales que dirimen sus conflictos, intereses y fobias con los afganos de por medio. Antaño Estados Unidos y la URSS, después Arabia Saudí, Irán, India y Pakistán, y ahora, ante el vacío generado por la salida atropellada de la OTAN, Rusia de nuevo, China y Pakistán, el caso es que Afganistán ha estado y estará en el mapa de los grandes Estados. Porque en geopolítica el vacío no existe, ni antes ni ahora, y ésa es la clave interpretativa fundamental para entender la historia de los afganos, cuyo nombre, para Occidente, ni siquiera hemos recibido de ellos mismos, sino de los árabes que los invadieron en el siglo VII y les llevaron la religión que hoy asumimos que los define.
La carga de la historia
Afganistán ha sido tierra de mestizajes y conquistas. Alejandro Magno en el siglo IV a. C., los árabes islámicos en el siglo VII, los persas antes, durante y después, Gengis Khan, que arrasó el territorio, el turcomano-mongol Tamerlán y su fabulosa Ruta de la Seda, y, finalmente, el uzbeko Babur, que fundó el imperio mogol en la India, destinado a durar hasta la llegada de los británicos. Todos pasaron por Afganistán, lo tomaron, lo cambiaron, lo arrasaron y se lo llevaron consigo, dejando semillas que florecerían siglos más tarde hasta que en el siglo XVIII, el rey Ahmad, un pastún durrani nacido en Herat y muerto en Kandahar, consolidó el Afganistán moderno. El imperio, o reino, conocería diferentes manotazos propinados ora por los rusos, ora por los británicos. Hasta tres guerras libró -y sangró- el Reino Unido contra los afganos para evitar que los rusos avanzasen su frontera más al sur, lo que terminó por crear un protectorado británico, de facto, que duró hasta 1919. Fue durante este periodo cuando los británicos brindaron apoyo al llamado Emir de Hierro y establecieron la Línea Durand (frontera oriental de Afganistán) sin conseguir, nunca, una victoria clara sobre los afganos.
Alcanzada la independencia, en 1933 ascendió al trono Mohammed Zahir Shah, el último rey de Afganistán. El prólogo de su reinado no había sido halagüeño: su padre había sido asesinado en un acto público. Todo lo hábil que podía serlo, el rey, que había estudiado en Francia, se propuso hacer de Afganistán un reino moderno. Promulgó una constitución, estableció una monarquía constitucional limitada, fundó la Universidad de Kabul y permitió el florecimiento de la cultura en la capital, que hirvió de música, faldas, melenas al viento y turismo hippie, y apostó, en general, por un desarrollo influenciado por Inglaterra. La reacción del campo, tradicionalista y conservadoramente islámico, se fue gestando año tras año. Allí no llegaban ninguna de las bendiciones que las clases medias urbanas gozaban en las grandes ciudades del reino. Durante toda esta modernización social, urbana y cultural, la ciudad se acabó situando frente a ese campo inhóspito y aferrado a la única bendición que no les fallaba, la de Alá y su profeta. Solo era necesario una sacudida para que todo se derramase sobre la tierra, porque la pobreza y la desigualdad no habían cambiado en absoluto.
El topetazo provino de un familiar del rey, Daud Khan, que en 1973 dio un golpe de Estado con el apoyo de la URSS y los oficiales afganos adiestrados en las academias militares soviéticas. Cayó la monarquía, vino la república. Con Daud Khan al mando, Afganistán viró de la órbita anglo-norteamericana, pero no beligerante con la URSS, a la órbita soviética. Casi el 40 por 100 de los ingresos del Estado afgano eran, de hecho, aportaciones rusas. A Daud Khan, en cambio, no solo las gafas le vinieron grandes, sino también el papel que se escribió para la historia. Jugó a ser independiente, afirmando que le encantaba encender sus cigarrillos americanos con cerillas soviéticas. Practicó un nacionalismo que lanzaba soflamas sin ton ni son y dejó todo como estaba en manos de la corrupción. Lo que, en esta situación, era dejar que se pudriese todo. Con el golpe la caja de Pandora se había abierto. Todo era parte del juego político, incluso la jefatura del Estado. Este fue el mensaje inadvertido. Y con ello, Afganistán se lanzó, de nuevo, al torbellino de la historia, la guerra y la muerte.
Convertido en un actor sin público, Daud Khan fue devorado por el proceso de galvanización política que hizo hervir la universidad y el Ejército. Fue entonces cuando apareció un islamismo político muy distinto del tradicionalismo del campo, de corte étnico y costumbrista. El islamismo de los partidos Hezbi Islami, de G. Hekmatyar, y Jamiati Islami, de B. Rabbani, no fueron solo reacciones contra la modernización urbana y la extensión del comunismo ateo en la universidad, sino intentos de superación del modelo árabe y del conservadurismo tradicional afgano. Buscaban, especialmente Hekmatyar, imponer la sharía y aplastar toda duda sobre Alá y su profeta. Afganistán, por tanto, estaba a punto de saltar al vacío o, más concretamente, al ruedo geopolítico de la Guerra Fría.
En abril de 1978, el comunismo afgano, dividido en dos facciones (Jalq y Parcham), una revolucionaria (Jalq), otra gradualista (Parcham), aprovechó la represión de una manifestación comunista por el gobierno para resolver sus dudas y, con apoyo soviético, asaltar el poder por las bravas. En su aventura dejó unos cuantos cadáveres por el camino, entre ellos el de Daud Khan, demasiado pagado de sí mismo como para entender lo que se le venía encima. Así las cosas, la ciudad se impuso al campo y trató de aplicar un modelo de desarrollo socialista a un país reacio a semejantes inventos. N. M. Taraki, escritor y fundador del partido comunista, se hizo con la presidencia de la república. Anti-imperialista e ilustrado, Taraki promovió la alfabetización, el laicismo -respetuoso con el islam-, la igualdad jurídica, política y social de las mujeres, la reforma agraria, la planificación estatal, la nacionalización de empresas, la cancelación de las deudas campesinas y la lucha contra el tráfico de drogas, el contrabando y el cultivo de adormidera. La reacción tradicionalista del campo, asustado, y de los comerciantes, enrabietados, fue visceral. La tormenta de arena estaba a la vuelta de la esquina.
El empellón no llegó desde la marea islamista, cada día más numerosa, sino desde la comunista. El primer ministro y mano derecha de Taraki, H. Amin, dio un golpe de Estado en septiembre de 1979. El estancamiento de las reformas y la ambición de poder llevaron a Amin a dar un paso fatal. Taraki acabó frente al verdugo; miles de personas, encarceladas; otras tantas, soliviantadas y dispuestas a coger las armas frente al comunismo. Amin perdió el control de sus servicios de inteligencia y de su policía, por lo que él mismo fue devorado por su manierismo revolucionario. Leónidas Brezhnev, un conservador de pura cepa acostumbrado a la modorra y a las cosas claras, temía que Amin le saliese por la culata. Con la brutalidad descarnada que le caracterizaba, el dirigente soviético decidió deshacerse del presidente afgano e imponer a un candidato del Parcham, B. Karmal, un hombre más moderado, callado y, según Brezhnev, razonable.
En diciembre de 1979, fuerzas especiales y carros blindados de la Unión Soviética asaltaron el palacio presidencial afgano y mataron a Amin. Los experimentos, dijo Brezhnev, habían terminado. Pero Estados Unidos, que no quería perder semejante pieza en el tablero mundial, siguió la lógica del Gran Juego y buscó, en palabras de la CIA, crearle un Vietnam a la Unión Soviética. Los motivos estaban dados; los peones, autodenominados muyahidines, disponibles. Solo había que echar dinero a paletadas en forma de armamento. Arabia Saudí y Pakistán se sumaron con entusiasmo. La yihad contra el comunismo ateo fue proclamada por los clérigos afganos. Lucha por la independencia, se dijo, guerra contra la invasión y defensa de la fe musulmana. Una nueva etapa había comenzado.
La guerra fue atroz. Estados Unidos acudió con todo, desde misiles Stinger que derribaban helicópteros soviéticos a la producción de películas como Rambo III, en las que se llamó a los muyahidines “luchadores por la libertad”. Varios miles de soldados soviéticos muertos y mutilados, un millón de afganos enterrados, un país devastado y dividido entre muyahidines convertidos en auténticos señores feudales de la guerra. La destrucción de cultivos llevó a la plantación de la adormidera. El tráfico del opio se multiplicó, devenido una fuente de ingresos para los señores de la guerra como antes no se había conocido. El dinero llegó de todos lados, especialmente del islamismo wahabita saudí (Osama Ben Laden anduvo por allí repartiendo maletines, tiros y armamento), de Estados Unidos y de Pakistán. La tierra se inundó de minas, ametralladoras, morteros y misiles. Los muyahidines, dopados por los dólares y el armamento, juraron volver a las esencias de la comunidad islámica, en la que la mujer, por supuesto, no tendría el papel que tenía en el Afganistán comunista.
En el gobierno de Kabul, mientras tanto, al presidente Karmal le sustituyó a mediados de la década el doctor M. Najibulá, antiguo jefe de los servicios de inteligencia, un comunista dispuesto a continuar la línea anterior y buscar, cuando la guerra era evidente que no se podía ganar, una suerte de -en sus propias palabras- “reconciliación nacional”. Y es que, tras miles de millones de rublos gastados, la Unión Soviética, exhausta por el esfuerzo bélico, desmoralizada por una guerra interminable, y asfixiada por la Guerra Fría, había sacado a sus tropas de Afganistán a comienzos de 1989. La URSS abandonaba un país en ruinas y ella misma se encaminaba a su propia ruina. Ante esta situación, Najibulá buscó el diálogo y la negociación: una república islámica democrática basada en la igualdad. Los muyahidines, envalentonados por la marcha soviética, se negaron a la componenda. Kabul, dijeron, sería suya.
En abril de 1992, cuando la URSS ya había dejado de existir, Kabul cayó en las manos de los señores de la guerra, que dispararon al cielo sus kaláshnikovs y dieron mil gracias al dios de sus oraciones. Abandonado, Najibulá se refugió en un edificio de la ONU. Pero como en toda historia de señores feudales, las alianzas, precarias, se rompieron por el reparto del botín y el modelo de república. B. Rabbani accedió a la presidencia, y el favorito de los franceses, Ahmad Shah Massoud, al ministerio de Defensa. Pero Hekmatyar, del partido enfrentado a ellos, bombardeó Kabul a la espera de sacar la tajada deseada. Tras mucho batallar y un buen reguero de muertos, Hekmatyar fue nombrado primer ministro durante un breve periodo de tiempo. Sin embargo, la paz ni había llegado ni estaba por venir. La guerra civil siguió su curso. Una guerra de alianzas cambiantes y de todos contra todos, de matanzas sin cuenta y violaciones masivas de los derechos humanos.
En 1994, sin embargo, aparecieron unos estudiantes (talibanes) del Corán, forjados en la orfandad y en la miseria de los campamentos de refugiados de la franja occidental de Pakistán, que tomaron Kandahar al asalto. Aleccionados en las madrasas (escuelas coránicas) pakistaníes financiadas por el islamismo sunnita más extremo, estos talibanes se aferraron a la religión como una forma de salvación frente a una realidad insoportable. Dirigidos por clérigos como el mulá Omar, estos talibanes, pastunes durrani en su mayoría, ganaron terreno a dentelladas. La clave de su éxito no era una larga experiencia -salvo contadas excepciones- en combate contra la Unión Soviética, sino la esperanza de orden, paz y justicia que, de acuerdo con su versión integrista del islam, ofrecían. Frente al caos, piedad, fe y sharía (ley islámica).
A pesar de su empuje, el espaldarazo definitivo vino, de nuevo, desde fuera. Los comerciantes, por un lado, y Pakistán, por el otro, tenían un objetivo común: despejar las carreteras del comercio con Asia Central. Así las cosas, Pakistán respaldó a los talibanes, que en dos años tomaron Kabul por la fuerza. Mancos, tuertos, cojos, mutilados en general, su aspecto no dejaba lugar a dudas de qué desierto venían. El gobierno muyahidín huyó al exilio (Rabanni), o al Panjshir (Massoud), la única zona que los talibanes no controlarían nunca. En Kabul, los talibanes asaltaron el edificio de la ONU, ahorcaron a Najibulá y lo pasearon por las calles como un trofeo de guerra. Se impuso la paz del cementerio, la sharía sin excepción, y el código del honor pastún. Se prohibieron la música, las cometas y la televisión. Las mujeres regresaron a una noche más oscura si cabe, en la que no podían estudiar, trabajar o ser atendidas médicamente. Más de tres millones de personas llenaron los campos de refugiados en Irán y Pakistán. Pero una acción imprevista, un atentado suicida, iba a lanzar todo el peso del mundo sobre Afganistán y el nuevo siglo.
En septiembre de 2001, Al Qaeda asesinó a Massoud y derribó las Torres Gemelas de Nueva York. Los atentados contra las embajadas estadounidenses en Tanzania y Kenia habían sido una sangrienta advertencia de lo que se venía encima. Pero el 11 de septiembre lo cambió todo. Estados Unidos exigió a Afganistán la entrega de Ben Laden, cabeza de Al Qaeda. El gobierno talibán, aunque molesto con Ben Laden, se negó a ello. Entonces, George W. Bush lanzó en octubre la Operación Libertad Duradera, destinada a la caza y captura de todos los miembros de Al Qaeda, lo que incluía el bombardeo y la invasión de Afganistán, para lo que requirió el concurso de la OTAN en otra misión conocida como ISAF.
Ante la potencia de fuego de la OTAN, los talibanes huyeron a la carrera. Los refugiados volvieron y, con ellos, los muyahidines, que reclamaron lo que se suponía era suyo. El gobierno instalado por Estados Unidos y la OTAN fue, a excepción del presidente Karzai y contadas personas, un gobierno repleto de señores de la guerra y criminales de guerra odiados y temidos por la población afgana. En lugar de juzgarlos, se les aprobó una amnistía, lo que minó profundamente el apoyo local al nuevo gobierno en muchas zonas. Pero las cosas no quedaron ahí. Si bien la situación de las mujeres mejoró en las ciudades, especialmente en Kabul, la Constitución de la república se hizo fuera, sin apenas el concurso de los nacionales afganos. Las fuerzas de la ocupación, la ONU y las ONGs vivieron en su propio circuito de transporte, vida y consumo, alejándose progresivamente de la población, que las empezó a ver más como un problema que como una solución. Y es que, como dijo Robespierre en su momento, nadie quiere a los “misioneros armados” por mucha luz que venga con ellos. Diversas masacres y la infame prisión de Bagram, el Guantánamo afgano, hicieron el resto.
Por parte afgana, la corrupción generalizada y el fraude electoral cundieron como las pulgas. Afganistán fue, una vez más, un botín de guerra. El apoyo local al nuevo gobierno se fue diluyendo con el paso de los años, el crecimiento de la insurgencia talibán, reforzada por el desvío de recursos estadounidenses hacia la guerra de Iraq, y la inseguridad que provocaban los atentados de la guerrilla. Se extendió tanto la incapacidad para ganar la guerra y controlar el territorio que la ISAF fijó 2014 como el punto de no retorno. A partir de esa fecha, las fuerzas occidentales permanecerían como apoyo, pero ya no llevarían la iniciativa de una guerra interminable en un país aparentemente incomprensible. El principio del fin había comenzado. Finalmente, en el verano de 2021 llegó la confirmación del desastre: el ejército afgano, armado hasta los dientes para regocijo de las empresas de armamento occidentales, se disolvió como un azucarillo. Pocos de sus soldados estaban dispuestos a luchar por un gobierno corrupto, ineficaz y poblado de señores de la guerra. La coalición internacional salió a la carrera mientras los talibanes tomaban el control, se hacían fotos comiendo helados e invitaban a Rusia, China, Pakistán y otras potencias regionales a quedarse y hacer geopolítica y negocios. El fracaso moral y político de estos veinte años de guerra, con miles de muertos y millones de dramas, es aplastante.■
Bibliografía
Alexievich, Svetlana, Los muchachos de zinc: Voces soviéticas de la guerra de Afganistán, Madrid, Debate, 2016.
Bernabé, Mónica, Afganistán: Crónica de una ficción, Madrid, Debate, 2012.
Rashid, Ahmed, Los talibán: Islam, petróleo y fundamentalismo en Asia Central, Barcelona, Península, 2014.
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Rashid, Ahmed, Los talibán: Islam, petróleo y fundamentalismo en Asia Central, Barcelona, Península, 2014.
Miguel Ángel Sanz Loroño
Doctor en Historia
marxenelaula@gmail.com
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