Miguel Ángel Sanz Loroño - Doctor en Historia - marxenelaula@gmail.com
abril 2021 | HISTORIA | II REPÚBLICA ESPAÑOLA |
Proclamación de la Segunda República en la plaza de Sant Jaume de Barcelona. |
Se cumplen 90 años de la proclamación de la II República Española que nació con la vocación de cambiar un mundo forjado durante siglos a golpe de látigo y sotana. Las contradicciones que sufrió no ensombrecen el valor de haberle plantado cara a la España de los privilegios, las prebendas y la sacristía.
En un año, una década. Así de rápido se atropelló el tiempo durante la II República, inaugurada un año después de que el dictador Primo de Rivera saliese para Francia. Al marchar, según cuentan, se llevó con él todos los agravios que caben en una patria y dio cuerda al último reloj de la monarquía. Dio un cuartelazo para salvarla; su marcha, inevitable, le dio la puntilla. Desguazado el sistema de la Restauración por agotamiento, primero, y por la propia dictadura, segundo, el rey no tuvo más remedio que recurrir a los de siempre cuando se quedó al raso. La galopada por el lado dictatorial de la Historia, que le había evitado el bochorno de verse crucificado en el Congreso a cuenta del célebre Expediente Picasso, había dejado a Alfonso XIII sin pararrayos. Acongojado, recurrió en uno de sus habituales berrinches a Dámaso Berenguer, que, a pesar de haber sido humillado como Alto Comisario para el Marruecos cuando lo del desastre de Annual, no pudo rechazar un cargo tan jugoso como era el de la presidencia del Real Consejo.
Lejos de ser una bicoca, el cargo fue un auto de fe propio de una sociedad electrificada. La suave transición hacia un renovado bipartidismo caciquil se reveló imposible. Achuchado por la situación, el general se echó a un lado, concretamente al ministerio de la Guerra, y le dejó el sillón al almirante Aznar, que tampoco pudo sustraerse al relumbrón del cargo. El Consejo echaba humo, pero el gabinete no varió ni de rumbo ni de nombres. De hundirse, la monarquía lo haría con los últimos del Oriente. Siguieron posando los mismos nobles y potentados de siempre, que no comprendían que la Historia había vomitado urnas, papeletas y huelgas a cascoporro. Para Aznar-Cabañas, al que no podía faltarle el apellido compuesto de mediar la Corte y Madrid por medio, el gobierno era como la doma de un caballo. Exigía disciplina, mando y fusta. Por ello, pretendió mandar a galeras al comité revolucionario reunido en San Sebastián el año pasado, para lo que preparó un juicio muy del gusto de la razón de Estado, pero que salió al revés de lo acostumbrado. Durante el proceso, la monarquía quedó en pelota. Su hoja de servicios, desde la Semana Trágica de 1909 hasta el presente, se retrató como la propia de un matarife. El veredicto martilleó las cabezas del gobierno: absueltos todos, del primero al último. Y la Corona, en consecuencia, por los suelos. Ni un juicio podemos afinar ya en este embrollo, se oyó en el Real Consejo. Cómo vamos a controlar unas elecciones, pensó el resto.
El triunfo republicano en las elecciones del 12 de abril de 1931
Mientras las capitales vibraban con los discursos republicanos, el sur hervía de braceros en paro. El Consejo, temeroso de pisar en falso en unas elecciones a Cortes, convocó comicios municipales, algo suavecito, dijeron, como una partida al tute. Pero las cartas cayeron dobladas y la baraja se fue al traste. El desastre había ocurrido. Los partidos dinásticos perdieron en la mayor parte de las capitales provinciales y solo retuvieron el campo, porque el latifundio es duro y largo. Preguntado Romanones por el rey, confirmó éste desolado que había perdido hasta en su feudo, Guadalajara, donde ya lucía enloquecida al viento la bandera republicana. España se ha acostado monárquica y se ha levantado republicana, sentenció equivocadamente el almirante Aznar, cuyo fuerte, si tenía alguno, no eran desde luego los estudios de sociología. Se consultó a los capitanes generales buscando una machada, pero todos se pusieron de perfil viendo cómo doblaba el viento la esquina del tiempo. Sanjurjo, al mando de la Benemérita, no garantizó la obediencia del Cuerpo, empezando por el suyo propio, que, con la rapidez del tábano, se marchó zumbando al despacho de Miguel Maura para cuadrarse ante el futuro ministro del ramo. No quería el león del Rif verse al margen del reparto de prebendas por un cadáver, el del rey, que apestaba a Isabel II.
Descorazonado, Alfonso afirmó haber perdido el amor de su pueblo por misterios que solo Dios conoce. La primavera, escribió el poeta, siempre es cruel después de haber florecido temprano, y así dijo bien el monarca, que se marchó con casi cien millones de pesetas en los bolsillos y los derechos al trono intactos. España era suya, y, como suya, la dejó en préstamo a manos plebeyas a la espera de que el sentido común, o lo que fuere, se la devolviera.
La proclamación de la II República
Con el Borbón defenestrado, el 14 de abril la II República fue proclamada arriba y abajo. Los ayuntamientos lucieron el gorro frigio y la esperanza inundó salvaje el antiguo reino transmutado en cosa pública de todos. Había llegado la forma republicana por desesperación con la monarquía, y todo el mundo que la ansiaba, desde el obrero hasta el intelectual más atildado, esperaban de ella que repartiese panacea. Hablar de explosión se queda corto; más bien un diluvio ontológico que se arremolinó en torno a una bandera, un himno, y un horizonte, el que cada uno soñaba. En los casinos y en las agrupaciones monárquicas, los bigotes engomados como látigos contemplaron horrorizados las escenas carnavalescas, temiendo que los zapateros se hicieran alcaldes y los estuquistas ministros. La peor de las pesadillas, enterrada desde 1874 por la Restauración y despertada desde 1917, había cobrado carne y aliento. La República estaba aquí, sudando y apestando; abarrotando las calles y comiéndose los días a dos manos. Pero tiempo al tiempo, se conjuraron los casinos y los bigotes afilados; no opongamos -no ahora, de momento- ni la espada ni el juramento.
Horripilados, se llevaban los pañuelos a la nariz ante una jornada tricolor que destiñó las calles de euforia, futuro y sindicalismo. Todas las miserias arrastradas desde las desamortizaciones afloraron como muertos en un cementerio maldito. Abierta la tumba monárquica, las entrañas de España se abrieron. La II República aspiró a un nuevo contrato social. Nada estaba fuera de órbita para los que apoyaron la República. Desde la reforma agraria que sentase las bases de un nuevo crecimiento y una nueva clase campesina, hasta la separación definitiva de la Iglesia y el Estado. Todas las décadas pasadas condensadas en una.
El gobierno provisional
Todos y todas pusieron en la República sus esperanzas y sueños; todos y todas se contrajeron, erizados, ante sus miedos. Y todos y todas se equivocaron en algo: la República, el cambio de régimen, no solucionaba nada por el simple hecho de su advenimiento. La República no iba a hacer frente a todos los problemas que los sueños esperaban. El hambre de tierra, o el hambre a secas, los derechos laborables maltratados, la falta de crecimiento y desigualdad territorial, la ausencia de reconocimiento a las identidades periféricas, la situación incivil de la mujer, la preponderancia de la Iglesia y la tutela del Ejército. Tarea de gigantes para hombres, ninguna mujer de nuevo, que miraban cansadamente asustados a la cámara que los inmortalizó para la historia como Gobierno Provisional. Repletos de valía y agravios, sobrados de orgullo y saber técnico, en materia de egolatría era en lo único en lo que este gobierno no rompía la norma.
El Gobierno Provisional de la II República fue una constelación de figurones curtidos en la espera, la trama y la esperanza de hacer que España, en palabras de Ortega, se pusiera a la altura de los tiempos. Con la excepción de Alejandro Lerroux, que venía con más años de los que quisiera y más chanchullos de los que reconocía, todos frisaban la cincuentena. A excepción de Alcalá-Zamora y Maura, dos caciques reconvertidos en republicanos para no perder el paso de esos tiempos orteguianos, todos albergaban un acendrado desprecio por la monarquía como forma de gobierno, lo que no los convertía, por ello, en razonables republicanos. Alcalá-Zamora se quedó con la presidencia, que para ello había traicionado su fidelidad latifundista al rey, pero no había hecho -ni esperaba hacer- lo propio ni con su clase ni con su fe. Maura, recio y cuarteado por la vida, se pidió Gobernación, a lo que nadie le puso pegas, porque Maura hablaba robusto y ciceroniano, y eso, por lo visto, epataba mucho.
A Lerroux, el viejo león desdentado del republicanismo más canalla y tremendista, le dieron Exteriores para que no estorbase mucho, cosa que, por supuesto, hizo, atufándose constantemente entre el francés que balbuceaba y el inglés que no comprendía. No le abandonaba al más viejo republicano la sensación de que se lo habían quitado de en medio por su valía e historial republicano, que, bajo su humilde criterio, ensombrecía a cualquier otro y era motivo de admiración en el mundo entero. O eso decía. La República no empezaba, a su entender, como debía. El emperador del Paralelo quería hacer las veces de presidente o notario mayor del reino, por aquello de borrar sus pleitos con la justicia, pero no le dejaron por respeto a la República. Este ministerio, el de Justicia, se lo dieron a Fernando de los Ríos, bautizado en el humanismo krausista más que en el socialismo científico. Honesto a carta cabal, su peor defecto era la ingenuidad propia de quien llega a la política a dialogar, lo que le llevó a escandalizarse ante la fiereza demostrada por los terratenientes cuando aprobó una legislación que protegía a los arrendatarios.
Enrabietado como un mono destronado, Lerroux llegó demasiado tarde y demasiado a cuenta de otros, concretamente del banquero y contrabandista Juan March, que le siguió teniendo a sueldo como antaño. Nadie se fiaba de sus tratos con el magnate, al que la República, con Ángel Galarza como fiscal general, intachable y cumplidor, había comenzado a perseguir por ser probado corruptor del Estado. Con Lerroux vino también Martínez Barrio, que le sobrepasaba en peso, honradez y capacidad de trabajo, y, quizá por eso, el viejo león le miraba de reojo incluso cuando marchaba al baño.
Al margen de ser la comidilla de los ministros de Estado europeos, Lerroux no logró nada en su encargo, porque la acción de gobierno estuvo marcada por la vieja conjunción republicano-socialista forjada al calor de la brutal Semana Trágica. Por el lado republicano, es decir, el del liberalismo jacobino, asomaba la cara cerúlea y condescendiente de Manuel Azaña, afilado racionalista y sobradamente capacitado funcionario que se quedó con el ministerio de la Guerra para quitarle los colmillos al lobo. Marcelino Domingo y Álvaro de Albornoz, del Partido Republicano Radical-Socialista, curtidos en el jaleo y la verborrea al estilo de los republicanos de La Gloriosa, no perdieron ocasión para llevar la República frigia a flor de labio. Y Casares Quiroga, gallego que ni subía ni bajaba, pero no por gallego, que es tópico gastado, sino por su natural discreto y quebradizo, también sacó su tajada para el galleguismo republicano.
Por el lado socialista, descontado Fernando de los Ríos, el PSOE colocó a Indalecio Prieto en Hacienda, donde disparaba contra la corrupción y la fuga de capitales, y a Francisco Largo Caballero, sindicalista y estuquista, en Trabajo, donde aprobó cuatro decretos que chamuscaron los bigotes engomados, levantaron sarpullidos en las carteras y atentaron contra el orgullo de ser propietario. El ministro de Economía, otro intelectual llamado Nicolau d´Olwer, representó la parte catalana, pues los tiempos mórbidos y cambalacheros de Francesc Cambó se fueron con el diluvio, no solo en Madrid, sino también en Barcelona. O eso se creía, al menos.
Largo llegó al gobierno con una promesa que cumplir con sus afiliados y una misión que llevar a término contra los anarquistas, que le disputaban no Madrid, Asturias o el País Vasco, sino el campo sureño, donde la Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra (FNTT) estaba creciendo a pasos agigantados. Como un Moisés con déficits de lectoescritura, el estuquista aprobó que las fincas de los señoritos se pusieran a cultivar a pleno rendimiento para lograr el pleno empleo y los precios no asciendan al cielo; que no se pudieran romper las huelgas contratando gente de fuera del terruño; que la jornada semanal respetase las ocho horas diarias o, en su defecto, se abonasen horas extraordinarias; y que se creasen jurados mixtos efectivos -no como los de la dictadura- para dirimir disputas entre el capital y el trabajo. Impertérrito desde 1917, el latifundio se quedó cuajado, y dejó caer la copita de Jerez del susto que la República le había dado. Las cejas, enarcadas en gesto displicente, se rompieron eléctricas en un relámpago; el pañuelo perfumado en la nariz, que lo protegía del pestazo a pobre resentido, se reorganizó como bandera monárquica entre el accidentalismo y el catastrofismo. A este muerto de hambre, se dijeron bravos en el casino, lo sacamos con tinta o con fuego.
Mientras tanto, el Gobierno Provisional hacía cruelísima la primavera para todos los que, en comandita con el rey, habían hecho filetes a España. Era la vía de la reforma la escogida por la coalición republicana para reconstituir el Estado y dar cabida a la nueva sociedad que el siglo había traído. Sin embargo, los propietarios acostumbrados a hacer de su capa un sayo se atragantaron con tanta democracia a chorro. Excitada por la presencia monstruosa de las masas en la calle -qué peste, se oyó decir en el Círculo Monárquico, qué vulgaridad, se concluyó en los palcos- y el triste destino de Alfonso XIII, las derechas ultramontanas y alucinadas, como la del marqués de Albiñana, se pusieron a urdir el asalto a la República. Los propietarios castellanos, menos rimbombantes y secos, se organizaron en torno a partidos agrarios y católicos, como el de Ángel Herrera y los nuevos cachorros que venían fogueados de la primorriverista Unión Patriótica. Uno de ellos tenía por gracia José María Gil Robles, experto en leyes e histrionismo. Tremolante de papadas y demagogias, se movía entre la retórica sentenciosa y la apocalíptica, siendo Manuel Azaña casi siempre el objetivo de sus derechazos e invectivas. La derecha catastrofista, mal organizada por el momento, se lanzó al filibusterismo a la espera de una buena espada. La resistencia vino, por tanto, de otras geografías.
La oposición al Gobierno Provisional, que es tanto como decir a la propia República, la hacía el poder que ésta no había ocupado. Una cosa era tomar el gobierno, y otra bien distinta ponerse a los mandos de las palancas del Estado. La República se quería democrática, pero no se quería socialista, por mucho que Largo la sembrase de decretos. Los anarquistas, enfrentados al ministro desde antes de asumir el puesto, le declararon la guerra de guerrillas y, si no cumplía, la guerra a secas. No hay dios que bajado a la tierra resista el escrutinio, y, a la República advenida y soñada, se le estaba desluciendo el vestido con el barro que más mancha. Solo era necesario un incidente para que ardiese Troya. El milenarismo anarquista ya no aguantaba más esperas.
Otros que vieron abrirse el cielo, y esperaron el diluvio, fueron los republicanos catalanes, que después de tanto bombardeo, tanta prohibición y tanto palo y tentetieso, declararon el Estado catalán en Barcelona. El coronel Macià, más aventurero y más desesperado de España que Companys, se llegó al balcón y allí agarró el horizonte de la independencia. Pero del Gobierno Provisional acudieron con prisa tres ministros de tronío a pedirle paciencia. Le presentaron el proyecto de una España republicana e integral, pero no federal. Habrá autonomía, le prometieron, y será enseguida. Macià, consciente de la oportunidad y de la debilidad de sus fuerzas, tomó la palabra, aunque tenía la impresión de que ya le habían proyectado antaño la misma película.
De películas ya vistas Madrid no andaba escaso. El 1 de mayo la policía repartió culatazos y porrazos como si no hubiese cambiado nada, pues los aparatos del Estado siguieron cumpliendo la función sagrada que les fue conferida en el origen de los tiempos. El 10 de mayo, los bigotazos engomados del Círculo Monárquico pusieron a todo trapo el himno monárquico al paso de una manifestación de obreros. Había pasado casi un mes y la miel no corría por las acequias ni la leche brotaba de las fuentes. Se cruzaron los insultos propios entre quien todo lo trabaja con las manos y quien todo lo recibe de esas manos. Dos días de furia incendiaron las ciudades y sus conventos. Un viento ardiente de Semana Trágica culebreó en la República. El Gobierno, deseoso de ser una república democrática, pero no anárquica, buscó contentar a unos grupos sociales que, llegado el momento, se partirían los brazos y las carteras por borrarlo de España. Con su concisión lapidaria, propia de una mente jacobina, Azaña afirmó que la vida de un republicano no valía todos los conventos de España. Pero Miguel Maura, que manejaba Gobernación, declaró el Estado de guerra. Unos cuantos detenidos, otros tantos aporreados, y unas portadas propias del día del Juicio Final, situaron a la República sobre un volcán que rugía y, a veces, mordía.
Terminado de arder el cirio puesto al diablo, según dejó caer el ABC, el Gobierno arremetió contra el otro pilar de la nación española, el Ejército. Azaña, que pensaba como lo hace un cirujano, tenía en la cabeza todos los problemas militares arrastrados desde el final de la Guerra de la Independencia. Reducir la macrocefalia, modernizar la fuerza, adecuarla a las necesidades de un Estado-nación y encerrarla en los cuarteles de una vez por todas. Para ello, derogó la Ley de Jurisdicciones; ofreció el retiro pensionado a ocho mil oficiales, y se revisaron los ascensos de acuerdo con lo que querían ingenieros y artilleros -por antigüedad, y no por aventurerismo o méritos de guerra-; y, finalmente, cerró la niña de los ojos del golpista Martínez Campos, la Academia General Militar en Zaragoza, a cuyo final asistió su director, que juró venganza allí mismo, el general -por ascenso africanista- Francisco Franco.
El primer gobierno de la II República
Después de la primavera cruel, que encarriló la República hacia la democracia o hacia el desastre, se celebraron elecciones generales. Pero, una vez más, todos se olvidaron de las mujeres. Miguel Maura vigiló desde el Gobierno con el celo de su padre, pero sin su intención aviesa. No hubo fraude, y él, hombre de conciencia y palabra, se preciaba de ello. Eliminó los distritos uninominales, donde el cacique era fuerte, y el artículo 29, que elegía a quien se presentaba en caso de incomparecencia de rivales. Fue un Maura quien lo creó y fue otro Maura quien lo derogó. La nueva ley electoral se hizo para que el sufragio universal fuese efectivo y consolidase mayorías de gobierno. Las mayorías iban a serlo todo; las coaliciones, por tanto, eran obligadas. El Gobierno Provisional se presentó unido, y arrasó en los comicios con el PSOE obteniendo más de cien diputados.
En la contienda tuvieron también los intelectuales su oportunidad dorada, tan ansiada como temida. Reyes-filósofos cocinados al fuego nacionalista y elegíaco del Desastre, eran inconstantes y veleidosos, acostumbrados al vedetismo sin otro compromiso que el de aumentar su autonomía y prestigio. Hablaban al pueblo, sin ser pueblo; escribían de rebeliones de masas, sin ser parte de ellas, por supuesto; y los abroncaban y aleccionaban como un profeta en un prostíbulo. La generación del 98 y la del 14, que en realidad es la misma, se distinguió así de la generación de la República, llamada por algunos del 27 por motivos inconfesables, por su generosidad y altura de miras. Los Ortega, Unamuno, Pérez de Ayala y compañía, apoyaron la República, pero en realidad esperaban la primera oportunidad para volver a sus lamentos metafísicos por el ser condenado de España.
En julio tuvieron otra oportunidad que, por supuesto, no desaprovecharon. La CNT, harta de esperar y mirando de reojo a la FNTT, ordenó la huelga general. Largo reaccionó con la furia de quien no acepta que le llamen burgués y le pasen por la izquierda. Declaró ilegal el paro, y Sevilla cayó bajo el estado de guerra. Maura, temiendo perder el control, emuló al presidente alemán Ebert, y soltó a unos cuantos pistoleros con licencia para matar y deshacer revoluciones. Una masacre sucedió en el parque María Luisa, donde los tiros llenaron de plomo cuatro cuerpos que buscaban la utopía. Hubo metralla y decenas de heridos envenenaron el aire de la República. Fue el casus belli que la FAI esperaba. El dialogante Ángel Pestaña, amenazado de muerte, no pudo hacer nada. A partir de ahora, los García Oliver y los Durruti iban a marcar el paso anarquista. La prensa de derechas, siempre prudente, se apuntó al negocio apocalíptico. Y el Gobierno, desatado, aprobó la Ley de Defensa de la República, que amenazaba con el hierro y la excepción siempre que el gobierno juzgase que la República había sido amenazada. No hay paraíso que cien días dure en la tierra, se dijo entre las filas anarquistas.
Lejos de ser una bicoca, el cargo fue un auto de fe propio de una sociedad electrificada. La suave transición hacia un renovado bipartidismo caciquil se reveló imposible. Achuchado por la situación, el general se echó a un lado, concretamente al ministerio de la Guerra, y le dejó el sillón al almirante Aznar, que tampoco pudo sustraerse al relumbrón del cargo. El Consejo echaba humo, pero el gabinete no varió ni de rumbo ni de nombres. De hundirse, la monarquía lo haría con los últimos del Oriente. Siguieron posando los mismos nobles y potentados de siempre, que no comprendían que la Historia había vomitado urnas, papeletas y huelgas a cascoporro. Para Aznar-Cabañas, al que no podía faltarle el apellido compuesto de mediar la Corte y Madrid por medio, el gobierno era como la doma de un caballo. Exigía disciplina, mando y fusta. Por ello, pretendió mandar a galeras al comité revolucionario reunido en San Sebastián el año pasado, para lo que preparó un juicio muy del gusto de la razón de Estado, pero que salió al revés de lo acostumbrado. Durante el proceso, la monarquía quedó en pelota. Su hoja de servicios, desde la Semana Trágica de 1909 hasta el presente, se retrató como la propia de un matarife. El veredicto martilleó las cabezas del gobierno: absueltos todos, del primero al último. Y la Corona, en consecuencia, por los suelos. Ni un juicio podemos afinar ya en este embrollo, se oyó en el Real Consejo. Cómo vamos a controlar unas elecciones, pensó el resto.
El triunfo republicano en las elecciones del 12 de abril de 1931
Mientras las capitales vibraban con los discursos republicanos, el sur hervía de braceros en paro. El Consejo, temeroso de pisar en falso en unas elecciones a Cortes, convocó comicios municipales, algo suavecito, dijeron, como una partida al tute. Pero las cartas cayeron dobladas y la baraja se fue al traste. El desastre había ocurrido. Los partidos dinásticos perdieron en la mayor parte de las capitales provinciales y solo retuvieron el campo, porque el latifundio es duro y largo. Preguntado Romanones por el rey, confirmó éste desolado que había perdido hasta en su feudo, Guadalajara, donde ya lucía enloquecida al viento la bandera republicana. España se ha acostado monárquica y se ha levantado republicana, sentenció equivocadamente el almirante Aznar, cuyo fuerte, si tenía alguno, no eran desde luego los estudios de sociología. Se consultó a los capitanes generales buscando una machada, pero todos se pusieron de perfil viendo cómo doblaba el viento la esquina del tiempo. Sanjurjo, al mando de la Benemérita, no garantizó la obediencia del Cuerpo, empezando por el suyo propio, que, con la rapidez del tábano, se marchó zumbando al despacho de Miguel Maura para cuadrarse ante el futuro ministro del ramo. No quería el león del Rif verse al margen del reparto de prebendas por un cadáver, el del rey, que apestaba a Isabel II.
Descorazonado, Alfonso afirmó haber perdido el amor de su pueblo por misterios que solo Dios conoce. La primavera, escribió el poeta, siempre es cruel después de haber florecido temprano, y así dijo bien el monarca, que se marchó con casi cien millones de pesetas en los bolsillos y los derechos al trono intactos. España era suya, y, como suya, la dejó en préstamo a manos plebeyas a la espera de que el sentido común, o lo que fuere, se la devolviera.
La proclamación de la II República
Con el Borbón defenestrado, el 14 de abril la II República fue proclamada arriba y abajo. Los ayuntamientos lucieron el gorro frigio y la esperanza inundó salvaje el antiguo reino transmutado en cosa pública de todos. Había llegado la forma republicana por desesperación con la monarquía, y todo el mundo que la ansiaba, desde el obrero hasta el intelectual más atildado, esperaban de ella que repartiese panacea. Hablar de explosión se queda corto; más bien un diluvio ontológico que se arremolinó en torno a una bandera, un himno, y un horizonte, el que cada uno soñaba. En los casinos y en las agrupaciones monárquicas, los bigotes engomados como látigos contemplaron horrorizados las escenas carnavalescas, temiendo que los zapateros se hicieran alcaldes y los estuquistas ministros. La peor de las pesadillas, enterrada desde 1874 por la Restauración y despertada desde 1917, había cobrado carne y aliento. La República estaba aquí, sudando y apestando; abarrotando las calles y comiéndose los días a dos manos. Pero tiempo al tiempo, se conjuraron los casinos y los bigotes afilados; no opongamos -no ahora, de momento- ni la espada ni el juramento.
Horripilados, se llevaban los pañuelos a la nariz ante una jornada tricolor que destiñó las calles de euforia, futuro y sindicalismo. Todas las miserias arrastradas desde las desamortizaciones afloraron como muertos en un cementerio maldito. Abierta la tumba monárquica, las entrañas de España se abrieron. La II República aspiró a un nuevo contrato social. Nada estaba fuera de órbita para los que apoyaron la República. Desde la reforma agraria que sentase las bases de un nuevo crecimiento y una nueva clase campesina, hasta la separación definitiva de la Iglesia y el Estado. Todas las décadas pasadas condensadas en una.
El gobierno provisional
Todos y todas pusieron en la República sus esperanzas y sueños; todos y todas se contrajeron, erizados, ante sus miedos. Y todos y todas se equivocaron en algo: la República, el cambio de régimen, no solucionaba nada por el simple hecho de su advenimiento. La República no iba a hacer frente a todos los problemas que los sueños esperaban. El hambre de tierra, o el hambre a secas, los derechos laborables maltratados, la falta de crecimiento y desigualdad territorial, la ausencia de reconocimiento a las identidades periféricas, la situación incivil de la mujer, la preponderancia de la Iglesia y la tutela del Ejército. Tarea de gigantes para hombres, ninguna mujer de nuevo, que miraban cansadamente asustados a la cámara que los inmortalizó para la historia como Gobierno Provisional. Repletos de valía y agravios, sobrados de orgullo y saber técnico, en materia de egolatría era en lo único en lo que este gobierno no rompía la norma.
El Gobierno Provisional de la II República fue una constelación de figurones curtidos en la espera, la trama y la esperanza de hacer que España, en palabras de Ortega, se pusiera a la altura de los tiempos. Con la excepción de Alejandro Lerroux, que venía con más años de los que quisiera y más chanchullos de los que reconocía, todos frisaban la cincuentena. A excepción de Alcalá-Zamora y Maura, dos caciques reconvertidos en republicanos para no perder el paso de esos tiempos orteguianos, todos albergaban un acendrado desprecio por la monarquía como forma de gobierno, lo que no los convertía, por ello, en razonables republicanos. Alcalá-Zamora se quedó con la presidencia, que para ello había traicionado su fidelidad latifundista al rey, pero no había hecho -ni esperaba hacer- lo propio ni con su clase ni con su fe. Maura, recio y cuarteado por la vida, se pidió Gobernación, a lo que nadie le puso pegas, porque Maura hablaba robusto y ciceroniano, y eso, por lo visto, epataba mucho.
A Lerroux, el viejo león desdentado del republicanismo más canalla y tremendista, le dieron Exteriores para que no estorbase mucho, cosa que, por supuesto, hizo, atufándose constantemente entre el francés que balbuceaba y el inglés que no comprendía. No le abandonaba al más viejo republicano la sensación de que se lo habían quitado de en medio por su valía e historial republicano, que, bajo su humilde criterio, ensombrecía a cualquier otro y era motivo de admiración en el mundo entero. O eso decía. La República no empezaba, a su entender, como debía. El emperador del Paralelo quería hacer las veces de presidente o notario mayor del reino, por aquello de borrar sus pleitos con la justicia, pero no le dejaron por respeto a la República. Este ministerio, el de Justicia, se lo dieron a Fernando de los Ríos, bautizado en el humanismo krausista más que en el socialismo científico. Honesto a carta cabal, su peor defecto era la ingenuidad propia de quien llega a la política a dialogar, lo que le llevó a escandalizarse ante la fiereza demostrada por los terratenientes cuando aprobó una legislación que protegía a los arrendatarios.
Enrabietado como un mono destronado, Lerroux llegó demasiado tarde y demasiado a cuenta de otros, concretamente del banquero y contrabandista Juan March, que le siguió teniendo a sueldo como antaño. Nadie se fiaba de sus tratos con el magnate, al que la República, con Ángel Galarza como fiscal general, intachable y cumplidor, había comenzado a perseguir por ser probado corruptor del Estado. Con Lerroux vino también Martínez Barrio, que le sobrepasaba en peso, honradez y capacidad de trabajo, y, quizá por eso, el viejo león le miraba de reojo incluso cuando marchaba al baño.
Al margen de ser la comidilla de los ministros de Estado europeos, Lerroux no logró nada en su encargo, porque la acción de gobierno estuvo marcada por la vieja conjunción republicano-socialista forjada al calor de la brutal Semana Trágica. Por el lado republicano, es decir, el del liberalismo jacobino, asomaba la cara cerúlea y condescendiente de Manuel Azaña, afilado racionalista y sobradamente capacitado funcionario que se quedó con el ministerio de la Guerra para quitarle los colmillos al lobo. Marcelino Domingo y Álvaro de Albornoz, del Partido Republicano Radical-Socialista, curtidos en el jaleo y la verborrea al estilo de los republicanos de La Gloriosa, no perdieron ocasión para llevar la República frigia a flor de labio. Y Casares Quiroga, gallego que ni subía ni bajaba, pero no por gallego, que es tópico gastado, sino por su natural discreto y quebradizo, también sacó su tajada para el galleguismo republicano.
Por el lado socialista, descontado Fernando de los Ríos, el PSOE colocó a Indalecio Prieto en Hacienda, donde disparaba contra la corrupción y la fuga de capitales, y a Francisco Largo Caballero, sindicalista y estuquista, en Trabajo, donde aprobó cuatro decretos que chamuscaron los bigotes engomados, levantaron sarpullidos en las carteras y atentaron contra el orgullo de ser propietario. El ministro de Economía, otro intelectual llamado Nicolau d´Olwer, representó la parte catalana, pues los tiempos mórbidos y cambalacheros de Francesc Cambó se fueron con el diluvio, no solo en Madrid, sino también en Barcelona. O eso se creía, al menos.
Largo llegó al gobierno con una promesa que cumplir con sus afiliados y una misión que llevar a término contra los anarquistas, que le disputaban no Madrid, Asturias o el País Vasco, sino el campo sureño, donde la Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra (FNTT) estaba creciendo a pasos agigantados. Como un Moisés con déficits de lectoescritura, el estuquista aprobó que las fincas de los señoritos se pusieran a cultivar a pleno rendimiento para lograr el pleno empleo y los precios no asciendan al cielo; que no se pudieran romper las huelgas contratando gente de fuera del terruño; que la jornada semanal respetase las ocho horas diarias o, en su defecto, se abonasen horas extraordinarias; y que se creasen jurados mixtos efectivos -no como los de la dictadura- para dirimir disputas entre el capital y el trabajo. Impertérrito desde 1917, el latifundio se quedó cuajado, y dejó caer la copita de Jerez del susto que la República le había dado. Las cejas, enarcadas en gesto displicente, se rompieron eléctricas en un relámpago; el pañuelo perfumado en la nariz, que lo protegía del pestazo a pobre resentido, se reorganizó como bandera monárquica entre el accidentalismo y el catastrofismo. A este muerto de hambre, se dijeron bravos en el casino, lo sacamos con tinta o con fuego.
Mientras tanto, el Gobierno Provisional hacía cruelísima la primavera para todos los que, en comandita con el rey, habían hecho filetes a España. Era la vía de la reforma la escogida por la coalición republicana para reconstituir el Estado y dar cabida a la nueva sociedad que el siglo había traído. Sin embargo, los propietarios acostumbrados a hacer de su capa un sayo se atragantaron con tanta democracia a chorro. Excitada por la presencia monstruosa de las masas en la calle -qué peste, se oyó decir en el Círculo Monárquico, qué vulgaridad, se concluyó en los palcos- y el triste destino de Alfonso XIII, las derechas ultramontanas y alucinadas, como la del marqués de Albiñana, se pusieron a urdir el asalto a la República. Los propietarios castellanos, menos rimbombantes y secos, se organizaron en torno a partidos agrarios y católicos, como el de Ángel Herrera y los nuevos cachorros que venían fogueados de la primorriverista Unión Patriótica. Uno de ellos tenía por gracia José María Gil Robles, experto en leyes e histrionismo. Tremolante de papadas y demagogias, se movía entre la retórica sentenciosa y la apocalíptica, siendo Manuel Azaña casi siempre el objetivo de sus derechazos e invectivas. La derecha catastrofista, mal organizada por el momento, se lanzó al filibusterismo a la espera de una buena espada. La resistencia vino, por tanto, de otras geografías.
La oposición al Gobierno Provisional, que es tanto como decir a la propia República, la hacía el poder que ésta no había ocupado. Una cosa era tomar el gobierno, y otra bien distinta ponerse a los mandos de las palancas del Estado. La República se quería democrática, pero no se quería socialista, por mucho que Largo la sembrase de decretos. Los anarquistas, enfrentados al ministro desde antes de asumir el puesto, le declararon la guerra de guerrillas y, si no cumplía, la guerra a secas. No hay dios que bajado a la tierra resista el escrutinio, y, a la República advenida y soñada, se le estaba desluciendo el vestido con el barro que más mancha. Solo era necesario un incidente para que ardiese Troya. El milenarismo anarquista ya no aguantaba más esperas.
Otros que vieron abrirse el cielo, y esperaron el diluvio, fueron los republicanos catalanes, que después de tanto bombardeo, tanta prohibición y tanto palo y tentetieso, declararon el Estado catalán en Barcelona. El coronel Macià, más aventurero y más desesperado de España que Companys, se llegó al balcón y allí agarró el horizonte de la independencia. Pero del Gobierno Provisional acudieron con prisa tres ministros de tronío a pedirle paciencia. Le presentaron el proyecto de una España republicana e integral, pero no federal. Habrá autonomía, le prometieron, y será enseguida. Macià, consciente de la oportunidad y de la debilidad de sus fuerzas, tomó la palabra, aunque tenía la impresión de que ya le habían proyectado antaño la misma película.
De películas ya vistas Madrid no andaba escaso. El 1 de mayo la policía repartió culatazos y porrazos como si no hubiese cambiado nada, pues los aparatos del Estado siguieron cumpliendo la función sagrada que les fue conferida en el origen de los tiempos. El 10 de mayo, los bigotazos engomados del Círculo Monárquico pusieron a todo trapo el himno monárquico al paso de una manifestación de obreros. Había pasado casi un mes y la miel no corría por las acequias ni la leche brotaba de las fuentes. Se cruzaron los insultos propios entre quien todo lo trabaja con las manos y quien todo lo recibe de esas manos. Dos días de furia incendiaron las ciudades y sus conventos. Un viento ardiente de Semana Trágica culebreó en la República. El Gobierno, deseoso de ser una república democrática, pero no anárquica, buscó contentar a unos grupos sociales que, llegado el momento, se partirían los brazos y las carteras por borrarlo de España. Con su concisión lapidaria, propia de una mente jacobina, Azaña afirmó que la vida de un republicano no valía todos los conventos de España. Pero Miguel Maura, que manejaba Gobernación, declaró el Estado de guerra. Unos cuantos detenidos, otros tantos aporreados, y unas portadas propias del día del Juicio Final, situaron a la República sobre un volcán que rugía y, a veces, mordía.
Terminado de arder el cirio puesto al diablo, según dejó caer el ABC, el Gobierno arremetió contra el otro pilar de la nación española, el Ejército. Azaña, que pensaba como lo hace un cirujano, tenía en la cabeza todos los problemas militares arrastrados desde el final de la Guerra de la Independencia. Reducir la macrocefalia, modernizar la fuerza, adecuarla a las necesidades de un Estado-nación y encerrarla en los cuarteles de una vez por todas. Para ello, derogó la Ley de Jurisdicciones; ofreció el retiro pensionado a ocho mil oficiales, y se revisaron los ascensos de acuerdo con lo que querían ingenieros y artilleros -por antigüedad, y no por aventurerismo o méritos de guerra-; y, finalmente, cerró la niña de los ojos del golpista Martínez Campos, la Academia General Militar en Zaragoza, a cuyo final asistió su director, que juró venganza allí mismo, el general -por ascenso africanista- Francisco Franco.
El primer gobierno de la II República
Después de la primavera cruel, que encarriló la República hacia la democracia o hacia el desastre, se celebraron elecciones generales. Pero, una vez más, todos se olvidaron de las mujeres. Miguel Maura vigiló desde el Gobierno con el celo de su padre, pero sin su intención aviesa. No hubo fraude, y él, hombre de conciencia y palabra, se preciaba de ello. Eliminó los distritos uninominales, donde el cacique era fuerte, y el artículo 29, que elegía a quien se presentaba en caso de incomparecencia de rivales. Fue un Maura quien lo creó y fue otro Maura quien lo derogó. La nueva ley electoral se hizo para que el sufragio universal fuese efectivo y consolidase mayorías de gobierno. Las mayorías iban a serlo todo; las coaliciones, por tanto, eran obligadas. El Gobierno Provisional se presentó unido, y arrasó en los comicios con el PSOE obteniendo más de cien diputados.
En la contienda tuvieron también los intelectuales su oportunidad dorada, tan ansiada como temida. Reyes-filósofos cocinados al fuego nacionalista y elegíaco del Desastre, eran inconstantes y veleidosos, acostumbrados al vedetismo sin otro compromiso que el de aumentar su autonomía y prestigio. Hablaban al pueblo, sin ser pueblo; escribían de rebeliones de masas, sin ser parte de ellas, por supuesto; y los abroncaban y aleccionaban como un profeta en un prostíbulo. La generación del 98 y la del 14, que en realidad es la misma, se distinguió así de la generación de la República, llamada por algunos del 27 por motivos inconfesables, por su generosidad y altura de miras. Los Ortega, Unamuno, Pérez de Ayala y compañía, apoyaron la República, pero en realidad esperaban la primera oportunidad para volver a sus lamentos metafísicos por el ser condenado de España.
En julio tuvieron otra oportunidad que, por supuesto, no desaprovecharon. La CNT, harta de esperar y mirando de reojo a la FNTT, ordenó la huelga general. Largo reaccionó con la furia de quien no acepta que le llamen burgués y le pasen por la izquierda. Declaró ilegal el paro, y Sevilla cayó bajo el estado de guerra. Maura, temiendo perder el control, emuló al presidente alemán Ebert, y soltó a unos cuantos pistoleros con licencia para matar y deshacer revoluciones. Una masacre sucedió en el parque María Luisa, donde los tiros llenaron de plomo cuatro cuerpos que buscaban la utopía. Hubo metralla y decenas de heridos envenenaron el aire de la República. Fue el casus belli que la FAI esperaba. El dialogante Ángel Pestaña, amenazado de muerte, no pudo hacer nada. A partir de ahora, los García Oliver y los Durruti iban a marcar el paso anarquista. La prensa de derechas, siempre prudente, se apuntó al negocio apocalíptico. Y el Gobierno, desatado, aprobó la Ley de Defensa de la República, que amenazaba con el hierro y la excepción siempre que el gobierno juzgase que la República había sido amenazada. No hay paraíso que cien días dure en la tierra, se dijo entre las filas anarquistas.
La Constitución de la II República Española
Durante este julio ardiente, con ecos de La Marsellesa, se abrieron las Cortes Constituyentes. La prensa conservadora se escandalizó del pelaje de los nuevos diputados, incluidas, por vez primera, tres nuevas diputadas. Margarita Nelken, por el PSOE, Clara Campoamor, por los radicales, y Victoria Kent, por los radical-socialistas. Cualquier de las tres tenía la situación de la mujer en la cabeza, aunque a Nelken, además de la mujer, le cabía también la de la clase obrera, cosa que a Campoamor le superaba. Cualquiera de las tres, pero especialmente Kent y Campoamor, venían tejiendo sufragismo desde hacía más de una década, aunque ni la monarquía ni los republicanos les habían dado oportunidad alguna. Los argumentos, siempre ontológicos y peregrinos a partes iguales, sonrojaban a las dos diputadas, que, sin embargo, no cesaron en su empeño. Kent era, además, abogada colegiada, lo que había supuesto un escándalo de dimensiones metafísicas para los hombres de leyes, siempre tan celosos del carácter sagrado de la ciencia jurídica. Por si fuera poco, fue nombrada directora general de prisiones desde el abril más cruel para reyes y aristócratas que se recuerda en la historia de España, lo que no dejaba de humillar, escribió la prensa conservadora, a funcionarios y criminales por igual. Porque antes que ser uno delincuente o defensor del orden, se era hombre, y no era soportable ser mandado por una mujer, cuyo temperamento, volátil y sensible, la hacía proclive, escribía la prensa de prestigio, a los arrebatos y humores de la imperfección femenina.
Sin embargo, ni Kent ni Nelken defendieron el voto femenino. Dijeron que no tocaba, que entregar el sufragio a las mujeres era entregar el gobierno a las derechas. Fue Campoamor, infatigable, quien no aceptó esperas ni bailó milongas. La República se jugaba la democracia en este punto, y no debían aceptarse excepciones para asustaviejas. El Congreso se fracturó, y las derechas vieron la oportunidad de darle la vuelta a los argumentos. Ordenaron votar a favor de la liberación política femenina. Quizá, después de todo, se dijeron, las mujeres voten tal como les dicen los curas. Pero se equivocaron, y Campoamor lo sabía. Los radicales de Campoamor, los republicanos de Azaña, los radical-socialistas y algunos socialistas votaron en contra; el resto, a favor. No sucederá igual con otras conquistas feministas, como la del divorcio, la del reconocimiento de los hijos fuera del matrimonio y la plena igualdad civil y jurídica.
Las sesiones continuaron galvanizando las Cortes, y el día 13 de octubre ardió el tiempo y Troya. En pleno debate sobre la laicidad del Estado, Azaña declaró que España ya no era católica, y abogó por la plena separación de la Iglesia y el Estado, que implica disolver a los jesuitas y terminar con la financiación del culto y el clero. El Congreso hirvió aquel día, y con él el Gobierno, que asistió a la dimisión de Alcalá-Zamora y de Miguel Maura. Éste, que había expulsado de España a los obispos Segura y Múgica, que andaban pidiendo espadas y balas contra la República en lugar de resignación y agua bendita, dejó al gobierno sin un hombre de valía. Lo hizo con cargo a la conciencia; Alcalá, en cambio, buscó la revuelta, pues alguien tenía que presidir, sin mancharse en corruptelas, la serenísima República.
Finalmente, la Constitución, cuyo borrador había sido responsabilidad del socialista Jiménez de Asúa, fue aprobada. Experto en todo tipo de derechos, especialmente el penal, Jiménez de Asúa, socialista sobrevenido y catedrático machacado por la dictadura, presentó la Constitución como democrática, garantista, avanzada y de izquierdas, pero no socialista, pues reconocía el derecho a la propiedad privada. Era una Carta Magna destinada a dotar de ordenamiento a las aspiraciones de un Estado social y de derecho, que hiciese efectivos los principios no de 1917, sino de 1789. No legisló sobre lo que había, sino sobre lo que se aspiraba a ser como patria. Era el proyecto que Ortega reclamaba, pero, como no podía ser de otro modo, Ortega lo echó por tierra. Unamuno, con su habitual mezquindad y miopía, la tildó de utopista. La derecha católica lo concibió como el producto de una conspiración masónica o, más groseramente todavía, de un antiespañolismo tragacuras. El cielo, por lo que se ve, se llenó de gritos.
De los 125 artículos, el primero, que declaraba la soberanía popular de una república de trabajadores de todo orden, sonó como un martillazo en la historia de España. El 14 de abril se inscribió en letras rojas sobre el bronce de la ley suprema. El artículo 26 proclamaba que España era un Estado laico. El 44, para espanto de propietarios, confirmó que la propiedad privada estaba al servicio del interés general. No se reprimieron las lenguas distintas al castellano y se afirmó que la República era un Estado que aceptaba la autonomía de las regiones de España. Las Cortes, para consolidar el escándalo, perdieron por el camino el Senado, dejando la República, gritó la prensa conservadora, a merced de los comunes diputados.
Como por un mecanismo automático, los radicales, echados a la derecha, abandonaron la coalición y el gobierno. Azaña se hizo cargo de la presidencia del Consejo de Ministros; Alcalá, que hizo una finta de la suyas, subió a la presidencia de la República. Las derechas, dispersas, pero ya imantadas contra un polo que las había herido e insultado, se recompusieron contra la Constitución y la República, que no consideraban suyas, pero, de momento, aceptaban porque no había otro remedio. Los tiempos no eran buenos para la retórica. El paro siguió aumentando por la crisis económica, por lo que la reforma agraria, por un lado, y las obras públicas, por otro, eran cosa necesaria. Prieto, que había cambiado el sillón de Hacienda por el de Obras Públicas, se dispuso a ello recuperando planes modernizadores de antaño que tenían intención de cambiar España.
El campo, con o sin Constitución, hervía, sin embargo, de braceros hambrientos. Les habían prometido todo y no había llegado nada, porque los gobernadores civiles, acoquinados, dejaron sin efecto los decretos de Largo Caballero. Intactos, los terratenientes siguieron amedrentando a todo hijo de vecino. Los braceros lo sabían; la CNT y la FNTT, que competían por los mismos afiliados, se lanzaron a cortar este cuento tan largo y tantas veces contado. En Badajoz, la FNTT declaró una huelga general. El último día del año que más ardió de días y de fuegos, se llenó de amargura y de llanto. En la manifestación que reclamó tierras y trabajo, un Guardia Civil mató a un bracero de un disparo. Los lugareños, enfurecidos más allá de sus vidas, lo despedazaron junto con sus tres compañeros.
A la primavera cruel para los monárquicos le sucedió el invierno republicano. Terminaba el año como si hubiese pasado una década o, incluso, un siglo. Lo que empezó como la mayor de las fiestas y la más grande esperanza, se había embarrado por las resistencias de los que mandaban en el campo, en la industria y en la banca. Tropezada con sus contradicciones, la República, sin embargo, andaba como otras repúblicas europeas. De esas maneras, pero lo hacía. Pero el Estado profundo, y el bloque de poder despojado de su asiento en primera línea, también se habían puesto en marcha. El general Sanjurjo, que seguía al mando de la Benemérita, ordenó masacrar a las alimañas morenas allí donde se escondieran, ya en Marruecos, ya en Arnedo. De noche salieron los guardias hacia el siguiente año, embozados y armados hasta los dientes. Sus botas y ojos, oscuros como la noche que se avecinaba, no brillaban de rojo, amarillo y lila, sino de estrellas y de muerte.■
Bibliografía
Aróstegui, Julio, Largo Caballero: el tesón y la quimera, Debate, Madrid, 2013.
Azaña, Manuel, Diarios completos, Barcelona, Crítica, 2000.
Casanova, Julián, República y guerra civil, Barcelona, Crítica y Marcial Pons, 2007.
González Calleja, Eduardo (et al.), La Segunda República española, Barcelona, Pasado & Presente, 2015.
Tuñón de Lara, Manuel, Tres claves de la Segunda República, Madrid, Alianza, 1985.
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