Vivimos un tiempo de aceleración patológica donde solo importa la satisfacción del mayor número de supuestas “necesidades” con el mínimo esfuerzo y dentro de la inmediatez. Esa percepción del tiempo la hemos vinculado de forma intuitiva a la del movimiento.
Por tanto, no da tiempo de tomar pausas, de actitudes reposadas, de reflexionar, de asimilar que el tiempo se traduce en ritmos, desde la noche al día, a las estaciones, a las horas de comer o descansar. Por otro lado, sufrimos el bombardeo incesante de las demandas de efectuar acciones o reacciones y no tenemos tiempo para que se asienten, todas son urgencias o excepciones que arrinconan con su incesante fragor la confortante serenidad de lo natural, la que se vivía en otros tiempos, sin que de nada nos sirvan los consejos de los clásicos, palabra que ha dejado de significar lo que es perenne y que se ha convertido en acciones y respuestas efímeras y ruidosas, realizadas con agobiada rapidez y anhelo, sin apenas dejar huella en nuestra mente. Y este es el problema capital del tiempo que vivimos: NO DEJA HUELLA (en la mente, aunque sí se refleja en un stress casi permanente).
Josep María Esquirol en su excelente “El respirar de los días” nos regaló hace años una lúcida reflexión sobre el tiempo y la vida, dos términos entrelazados de manera esencial. Esquirol nos habla de los ritmos acompasados al tiempo orgánico, el desgaste del tiempo que pasa, la irreversibilidad de lo que ocurre, la aceleración que marca el consumo con su dogal de hierro forrado de seda, el tiempo que uno dona a “otro” o a “lo otro”
(Jacques Derrida, en un libro del 2009, analiza también el tiempo y su donación), la sabiduría de la voluntaria lentitud, el momento oportuno, la presencia de la muerte en el esquema humano del tiempo, la espera como un sentido vinculado al futuro que establece un hiato en el curso temporal y, para terminar, la actitud paradójica con la que vivimos el tiempo de lo cotidiano.
Byung-Chul Han también dedicó su “Aroma del tiempo” a una de las actividades y actitudes humanas que fuerzan una valoración distinta del tiempo, la demora como arte para afrontar la “disincronía” en la que vivimos, por la que se atomiza y dispersa el sentido y el ritmo de la vida. No percibimos la conclusión de nada ni buscamos el sosiego entre las tareas, todo es un continuum por cuyas conexiones se nos escapa el propio sentido del tiempo. En relación con esta agitación continua, el filósofo francés François Jullien, en su libro “Del Tiempo”, acude al pensamiento tradicional chino taoísta, para romper la dicotomía entre el momento que uno hace presente y el proceso que nos lo arrebata de inmediato. Nos pide que sigamos la fórmula de Montaigne: vivir “a propósito”, de forma que ese propósito detenga la huida volátil del presente gracias al acto de voluntad de la percepción del objetivo que lo trasciende.
En “Contra el tiempo”, del mejicano Luciano Concheiro, se analiza la cuestión bajo el impulso de la pregunta de Cioran “¿No ha llegado la hora de declararle la guerra al tiempo, nuestro enemigo común?”. El autor vincula a la noción del tiempo toda la problemática operativa y filosófica de nuestra agobiante cultura digital. Insiste en la aceleración como característica del momento actual y nos muestra su influencia nociva en la política, la sociedad, las relaciones y costumbres. Es el escenario global que padecemos, creado por el capitalismo neoliberal obsesionado por el beneficio, la producción y el consumo constantes, la pertinaz miopía política cortoplacista y, en lo individual, un stress continuo que genera una existencia sin valores ni principios, salvo la necesidad del trabajo para permitirnos el consumo. Es un estilo de vida que nos desequilibra y a la larga nos enferma, para entrar en el archiconocido bucle de los fármacos.
Concheiro propone una actitud de resistencia y rechazo al uso utilitario y finalista habitual del instante y sugiere la aplicación de una decidida voluntad de “suspender” la inconciencia automatizada con la que percibimos el flujo. El arte de estar ahí y percibir lo que sucede. El arte de descubrir. El arte de esperar que las cosas se revelen”. Se trata de poder escapar por un momento de la lógica global de la aceleración.
Esas lecturas me hicieron recordar una cita: “Si consideramos la eternidad no como un infinito transcurso de tiempo, sino como la atemporalidad pura y simple, el hombre que vive en el aquí y en el ahora, vive en la eternidad”. La frase de Wittgenstein nos habla del tiempo, la atemporalidad, la eternidad no metafísica, cuestiones que han sembrado de incógnitas y misterio el devenir cotidiano de la vida. Incapaces de frenar una dinámica que no se puede controlar pues no depende del sujeto que la sufre. Hay que aprender a fluir con ella sin permitir que nos desconcierte y bloquee.
De ahí el poema de T.S.Eliot: “Deprisa el ahora, aquí, ahora, siempre/ una condición de plena sencillez/ su precio es más o menos todo/ pero todo estará bien/ y todo género de cosas estarán bien”. Ya que sólo con la comprensión del paso del tiempo unida a la percepción de nuestra capacidad para darle un sentido, se podría alcanzar esa “plena sencillez” que todos ansiamos. Una simplicidad que conecta con la que innumerables maestros, tanto espirituales como científicos o filosóficos, nos proponen como elementos de una verdadera “guía del vivir”.
Con ellos nos podemos acercar a una de las respuestas a ese enigma que se implica en la vida cotidiana mostrándonos entre sus pliegues la gran profundidad que muestran a quien desea ver. Ellos son como brújulas que nos guían por el discurrir temporal. ¿Hay alguien entre ustedes, lectores, que en ciertos momentos de su vida no se haya planteado la naturaleza y carácter del tiempo, desde la compleja sensación subjetiva, hasta las sugestivas opiniones de muchos de esos autores citados?
No es preciso ser uno de ellos para sentir alguna vez esa sensación de desconcierto e impotencia ante el concepto del tiempo. Como ejemplo de que nadie se libra de ello, la célebre controversia (no resuelta) entre Einstein y Bergson sobre la naturaleza del tiempo, desde los puntos de vista de la física y los de la filosofía. Es una reflexión que no ha cesado y nos acompañará mientras existamos como género animal racional. Nos ha ofrecido paradojas como la semejanza entre el concepto kantiano (y aristotélico) del tiempo como una línea que se prolonga hasta el infinito (la duración y el espacio) y la irreversibilidad de la “flecha del tiempo” que consagra el segundo principio de la termodinámica.
Pero como dijo Agustín “mientras hablamos del tiempo creemos saber de qué estamos hablando, pero si alguien nos pregunta qué es y nos pide que expliquemos, que razonemos, que argumentemos la respuesta, nos quedamos mudos, sin palabras, absortos y perplejos”. Tras tantos pensadores, el tiempo sigue siendo algo tan sutil, que condiciona nuestra existencia, que la limita y la define, la concreta y la oculta, que nos acompaña desde que tenemos uso de razón y hasta el momento en que morimos, que lo usamos sin darnos cuenta y nos angustiamos cuando creemos perderlo o malgastarlo… es un enigma que, por el momento, los grandes cerebros humanos no han podido resolver sino de forma parcial o como una aplicación empírica.
La dicotomía tiempo-vida es meramente humana y está ligada inextricablemente al lenguaje. Resulta difícil percibir cómo se puede vivir en el presente permanente, a pesar de que la filosofía, las disciplinas espirituales, muchos científicos y poetas y el simple sentido común llevan siglos aconsejándolo. Es el “lugar enigmático” de la filosofía. En vista de ello quizá se podría plantear la fórmula neuropsicológica de la “atención plena” al instante absoluto en que alientas, aceptando su carácter efímero, su esencia de proceso permanente, equilibrado por la necesidad de romper esa continuidad a través de la contemplación, tal como propone el zen, el sinólogo Jullien o el filósofo coreano Chul Han. Aunque por supuesto ello no resolvería el enigma de su naturaleza esquiva y omnipresente. El tiempo y el vivir se afectan mutuamente y la falta de articulación entre estas dos cuestiones afecta negativamente nuestros estilos de vida.
El estilo de vida neoliberal ha creado una “sociedad del trabajo”, en la que el trabajo en sí está separado de la vida, se ha convertido en un fin en sí mismo. Se ha totalizado tanto que más allá del tiempo laboral “sólo queda matar el tiempo”. Nos falta el sentido de la demora contemplativa que nos concede otro sentido del tiempo, con el que la vida gana espacio, duración y amplitud. Decía Heidegger que “la vida contemplativa sin acción está ciega y la vida activa sin contemplación está vacía” y remite a una relación con el mundo a través de la serenidad que nos da “la posibilidad de estar en el mundo de un modo completamente distinto”. La pregunta última que se plantea tras tan larga reflexión es: ¿Sólo un pensamiento abocado de forma inmanente a la vida, es decir con una energía interna que no requiriera de ayuda o impulso exterior a ella, lograría articularse sin depender en forma alguna del tiempo?■
Fichas
HISTORIA DE LA IDEA DEL TIEMPO.-Henri Bergson.- Trad. Alfaro y Noguez.- Paidós.-
EL FÍSICO Y EL FILÓSOFO.-Jimena Canales. Arpa.-
CONTRA EL TIEMPO.-Luciano Concheiro.- Anagrama.-
DEL “TIEMPO”.-François Jullien.- Trad. Miguel Lancho.-Arena.-
EL AROMA DEL TIEMPO.-Byung-Chul Han.-Trad. Paula Kuffer. Herder.-
EL RESPIRAR DE LOS DÍAS.- Josep M. Esquirol. Paidós
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